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12 de Noviembre de 2018

Ese es mi lugar, no el tuyo

Estacionamientos, cajas de supermercados, los ascensores del metro de Santiago, entre muchos otros espacios públicos que cuentan con zonas exclusivas para personas con discapacidad son usados incorrectamente por gente que con su indolencia nos dificulta el día a día y pasa a llevar nuestros derechos.

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Restarte de una invitación porque no habrá baño que puedas usar. Dejar de ir a todos esos lugares que tanto te gustaban porque no son accesibles para personas con alguna discapacidad. Sentirte encerrada en un cumpleaños porque no puedes desplazarte sola, libre, en medio de tantas dificultades de acceso. Salir de la casa, tomar el auto y partir a hacer un trámite y toparse con la impotencia de que el estacionamiento para personas con discapacidad está ocupado por un auto sin la señalética que confirme que puede usar ese lugar destinado a otros. Me ha pasado, también, ver que quienes los ocupan son personas mayores, de la tercera edad, que una vez que se bajan del auto caminan perfectamente y sin ayuda.

A dos años de mi accidente, lentamente voy ganando en autonomía. No sólo porque he aprendido a arreglármelas, sino porque el millón de ayuda con que contaba en un principio ha ido disminuyendo. La vida sigue y avanza para todos, incluida yo.

En ese andar, los amigos ya eligen correctamente los lugares a los que me pueden invitar. Pero también disminuyen las invitaciones de algunos que olvidan que uno sigue acá. Lo que no cambia es enfrentar la nula consideración hacia el otro, con filas del supermercado y del cine, por ejemplo, destinadas a personas con discapacidad y tercera edad, ocupadas por gente que se ve muy sana y joven, y que ni se inmuta al verme en mi silla, intentando hacer uso de mis derechos. Esa indiferencia, o más bien indolencia y falta de cultura, se ve amplificada por el silencio cómplice de la cajera, del supervisor que pasa sin advertir lo que ocurre, del señor que hace la otra fila a dos centímetros de uno y que no dice ni hace nada, así un sinfín de testigos mudos de una situación violenta, injusta y gratuita.

Durante estos dos años he tenido la suerte de poder viajar y experimentar cuánto más amable es el entorno para mis pares en otros países, tal vez por un asunto cultural. En Estados Unidos, por ejemplo, donde hay muchísimos veteranos de guerra, los espacios públicos están adaptados y los ciudadanos respetan su uso restringido. En lugares llenísimos de gente, tan distintos como parques de diversiones o un museo, suele ocurrir que la entrada es gratis para libertarte de las filas y facilitarte el acceso. En la Torre Eiffel, si usas silla de ruedas, también te permiten ingresar gratis junto a tu acompañante y el uso del ascensor a los miradores cuenta con un precio especial. De esta manera, no sólo te hacen más fácil la vida y el acceso, sino que incentivan que las personas con discapacidad de todo el mundo conozcan este hito histórico y turístico de París.

Frente a todas esas facilidades, de sólo recordar la escalera de acceso al Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago me siento cohibida e inhibe mis ganas de buscar la entrada alternativa que debe existir.

¿El metro de Santiago? Los invito a hacer el ejercicio de pararse a mirar qué pasa con el uso de sus ascensores para personas con discapacidad. Bastan minutos para ver cómo se llenan de personas que perfectamente puede usar las escaleras, mientras los con silla, muletas u otras dificultades de movimiento, debemos quedarnos fuera y esperando la próxima oportunidad. Imaginen la travesía que es subir y bajar de un vagón. Lo que es la semana para Ana María, una niña de la que me hablaron la otra vez: contadora auditora, de Puente Alto y que trabaja en un banco cerca del Costanera Center. Se traslada todos los días en metro y sortea cada día estas dificultades.

Entiendo que Chile avanza poco a poco implementando espacios de inclusión y que los medios económicos son acotados. Por eso mismo me da mucha rabia el despilfarro de recursos en infraestructura pensada desde el desconocimiento de las necesidades reales y múltiples de los discapacitados; por lo tanto, se trata de una ejecución llena de defectos. Hasta ahí no más llegan las intenciones de ayudarnos y el respeto hacia el otro. Si se suma que los ciudadanos no usan correctamente la poca infraestructura habilitada, el panorama es bien triste.

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