
El tema del supermercado en Zapallar, que tiene enfrentada a la población flotante con la población permanente, no rozó ni de cerca el meollo del asunto: el problema de la identidad. Y digo problema porque en Chile la identidad es una de nuestras peores pesadillas, básicamente por ignorancia, porque no tenemos tradición, y porque nos ocupamos del patrimonio una vez al año: salimos de paseo, miramos un par de edificios y la pega está lista.
Ciertamente aquí hay factores urbanos que complican el escenario: Un supermercado va a servirle a la población permanente, pero eso no significa que deba instalarse en el centro. La identidad se ve afectada no solo por el tipo de arquitectura, sino por la escala y el tamaño de lo que se construye. Un supermercado agrede la escala del entorno, y compromete la vialidad, sobre todo en temporada alta. No olvidemos que esto sigue siendo un balneario, con intensidades de uso marcadamente estacionales.
Las ordenanzas, los planes reguladores, son instrumentos técnicos que sirven para ordenar y regular, pero no garantizan la resolución de aspectos identitarios. Las normativas locales —cuando existen— intentan mantener cierta línea arquitectónica, pero siempre hay una manera de burlar la norma y sacarle hasta la última gota al limón.
Se me vino a la cabeza el Mall de Castro, del cual también fui un acérrimo detractor previo a su construcción. La población quería un mall y se pronunció, y las autoridades, probablemente encandiladas con los ingresos municipales que traerían los derechos de edificación, escucharon la voz popular y actuaron en defensa de un edificio desescalado y grotesco, ridículamente disfrazado de casita chilota, que cambió completa y definitivamente el espíritu del lugar. ¿Por qué? Porque ni vecinos, ni autoridades, ni desarrolladores se detuvieron a considerar la identidad de Castro, del pueblo. El mismo pueblo que, contradictoriamente, quería tener un mall a la vuelta de la esquina.
Volvamos a Zapallar. Un lugar no tiene vecinos con más derechos que otros. Son todos iguales: ricos, pobres, residentes o veraneantes. Todos están ahí por algo que los identifica, un conjunto de hechos que probablemente siempre han estado presentes, y que han sido preservados generación tras generación.
Este no es un conflicto de fuerzas opuestas. Que el desarrollo va en contra de la identidad es una idea bastante mediocre y sólo se sostiene en la incapacidad de los desarrolladores y las autoridades de encontrar un equilibrio decente. Que el mega mercado de cadena va en contra del almacén de barrio es el mismo cuento. Todo puede coexistir si se mantienen las proporciones, las cantidades, los tamaños y si se entienden las distancias, pero aquí pareciera faltar bastante de todo eso.
La cadena de supermercado no va a disfrazar su galpón de casita playera, al menos no de esas que Zapallar y sus vecinos ya no construyen más. Y si lo hace la decepción será mayor: un elefante blanco tapizado en madera con techo de coirón, para mantener “la identidad” sería lo más que podríamos aspirar en una supuesta cruzada por mantener una cierta identidad del lugar. Porque el problema no se resuelve con arquitectura. Ninguna arquitectura posible para un supermercado será justa y suficiente para mantener la esencia de Zapallar. Tampoco lo resolverá el tamaño, pues estamos hablando de un supermercado, no de un almacén de barrio. El problema se resuelve con distancia.
El supermercado debería construirse en la periferia, al menos en la que hoy existe. Porque, seamos honestos, probablemente nadie necesita un supermercado en medio de todo. Los supuestos problemas de abastecimiento desaparecen cuando se fomenta el comercio local, ese que sí está —literalmente— a la vuelta de la esquina.
A veces querer mejorar algo puede empeorarlo para siempre.