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3 de Septiembre de 2021

El papel de los partidos

Lo que importa es que haya diálogo y un franco interés en avanzar entre oficialismo y oposición: un balance sano para el avance. Y si el legislativo está dominado por la oposición, que no sea obstructivo, sino comprensivo; si obstruye, no solo lo hace contra el gobierno, sino contra todo el país. No deben prevalecer movimientos que quieren apartar a Chile de lo que denominamos mundo libre.

Por Tomás Szasz
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Tomás Szasz es Aunque haya varios candidatos que dicen representar a extremos o distintos escalones entre ellos, poco importa el tamaño de la membresía que tiene el partido que los respalda. Lo que cuenta es el grado de credibilidad del programa. AGENCIA UNO/ARCHIVO

Se supone que los partidos políticos, tanto en Chile como en todo el mundo, se forman por un grupo de gente que tiene una ideología definida, una plataforma que los distingue de – y según ellos, los supera a – otros partidos, otros manifiestos. Las/los que así se transforman en sus miembros, sostendrán la asociación tanto con su trabajo como su financiación y se ocuparán de la difusión de su programa, de su doctrina.

El sistema partidario de cada país se desarrolló acorde con su historia, nivel cultural, calidad de su economía, educación, nivel de vida. Los EE.UU. por ejemplo, adoptaron el bipartidismo que hasta ahora no posibilitaba la aparición de más que dos bandos: cualquier nueva aparición fracasaba, simplemente por falta de votos (¿Donald Trump ahora se propondrá hacer un tercero?). Alemania tiene la friolera de ¡47 partidos! en su mayoría regionales, de los cuales 40 también aparecen en otras regiones de la Federación, siendo seis los “grandes” que realmente disputan el poder. Actualmente, ninguno de ellos tiene mayoría absoluta lo que obliga al de más votos a crear coaliciones y compartir el gobierno con sus socios. Menciono estos dos ejemplos para demostrar que si un país tiene una democracia moderna, instituciones de excelencia, fuerza fiscal, cultura cívica desarrollada, entonces, los dos extremos – bipartidismo o exagerado multipartidismo – son funcionales.

En cambio, cuando las bases sociales son bajas en los sentidos más arriba citados, es decir, que se trata de un país subdesarrollado o en vías de desarrollo, más que la cantidad de partidos, es si pueden dialogar entre ellos para gobernar o si las diferencias ideológicas o la ansia de poder los conduce a enfrentarse con la consecuente división de su nación. A la corta o la larga, las/los votantes no siempre favorecerán y elegirán al bando que mejor hizo las cosas, o al contrincante del que las hizo mal, sino pueden buscar otros derroteros extrapartidarios. Si existe diálogo entre los distintos grupos políticos, puede nacer una sana alternancia en el poder, siempre que el diálogo no sea reemplazado por el obstruccionismo: el afán de hacer fracasar la conducción del adversario con tal de retomar el mando, aunque cueste caro a los votantes que realmente sostienen a los partidos y el país.

Evidentemente esta pequeña introducción apunta a lo que nos está pasando y a lo que nos puede esperar en casa, dependiendo de los resultados de las próximas elecciones. Aunque haya varios candidatos que dicen representar a extremos o distintos escalones entre ellos, poco importa el tamaño de la membresía que tiene el partido que los respalda. Lo que cuenta es el grado de credibilidad del programa que cada candidato exhibe y su difusión. Eso quedó claramente demostrado al hecho que, según las encuestas, serán dos postulantes que más chance tienen en noviembre para ir a la segunda vuelta; uno de ellos es miembro de un partido pequeño aunque respaldado por una coalición, mientras el otro, actualmente liderando los sondeos, es independiente, es decir, no milita en ningún partido, no sigue una ideología preconcebida, no tiene ataduras programáticas. La y los demás aspirantes, aunque sean respaldados por partidos tradicionales, por el momento apenas tienen adhesión en los sondeos. Y a la fecha el independiente está liderando la intención de votos, es el único que manifiesta abiertamente que no es ni de derecha ni de izquierda sino del centro, y el único que invita a cualquiera que tenga ideas que sirvan para sacar al país de pozo en el que se encuentra, se le una para la gigantesca tarea de recuperación. Y es lógico suponer que precisamente por esto lidera las encuestas: porque afirma que lo único importante es recuperar el camino al desarrollo, pero esta vez con inclusión y un programa social que ninguno de los últimos por lo menos cuatro gobiernos consideró sino que dejaron de lado.

He aquí un escenario que demuestra el fracaso de los partidos que protagonizaron la política de los últimos 30 años.
Paralelamente a la carrera presidencial y parlamentaria se está desarrollando un inédito proceso constituyente, como consecuencia de quizás el único acuerdo al que llegaron todos los partidos y por el cual votó la mayoría de los electores que concurrieron a las urnas, cuyo número, vale la pena mencionar, lamentablemente no llegó siquiera a la mitad de los que pueden y deberían sufragar. Tema aparte es el (dis) funcionamiento que hasta ahora demuestra la Convención, que a estas alturas más parece un circo que ciudadanos bien preparados que se disponen a redactar una Carta Magna moderna y justa que espera el país. Así que volvamos a lo que interesa: los partidos.

Hoy ya nadie, ni los propios miembros de los partidos históricos, tienen la menor duda de que todos fracasaron; en menor o mayor grado, pero fracasaron. No supieron interpretar lo que más importa: a la gente. En vez de encausar, modificar, perfeccionar el avance espectacular post-dictadura, lo sacrificaron en pos del poder, ya sea por su ideología o su obstinación por el estancamiento. No tomaron el ejemplo de países donde aunque haya alternancia, independientemente de quién estaba al mando temporal, se trabajaba en la mejor manera por la gente. Tampoco miraron el ejemplo de países donde el populismo destrozó al avance o nunca dejó que se produzca. En Chile, los distintos partidos o no tomaron en cuenta los nuevos tiempos, o entorpecieron todo intento de progreso por el simple hecho de que sus adversarios estaban en el Gobierno. Y así llegamos a 2021, agravado por un año y medio de pandemia, lo que le dio otro gran patadón a la pelota que ya estaba saliendo de la cancha.

¿Seguirán los actuales partidos después de las elecciones presidenciales? ¿Cambiarán sus nombres o lo que más importa, sus prédicas? ¿Formarán coaliciones? ¿Nacerán nuevos movimientos? Todo indica que sería lo más lógico. Actualmente, hay tantos partidos cuyos programas apenas se distinguen de los “de al lado” y parecen existir solo por el afán de sus directivas, que lo racional sería que converjan en pocos movimientos pero de ideas modernas que, independientemente si están o no en la conducción del país, apunten a un solo propósito: avanzar hacia la felicidad de la gente. Y eso es lo único que llevará a un diálogo, a un consenso donde las mejores ideas de cualquiera serán tomadas en consideración, donde los extremismos fracasarán, donde Chile recupere lo que perdió: la paz. Paz y seguridad. Sin ellas no hay progreso. Y sin progreso no habrá un país feliz. Por eso, no importa cuántos partidos habrá; lo que importa es que haya diálogo y un franco interés en avanzar entre oficialismo y oposición: un balance sano para el avance. Y si el legislativo está dominado por la oposición, que no sea obstructivo, sino comprensivo; si obstruye, no solo lo hace contra el gobierno, sino contra todo el país. No deben prevalecer movimientos que quieren apartar a Chile de lo que denominamos mundo libre; todo lo contrario: deben perder la fastuosa influencia que hoy tienen.

 

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