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30 de Enero de 2015

La privatización de lo público. ¡Ese es el problema!

Debemos entender que lo político es la clave que debe gobernar a la administración tecno-económica de la vida nacional, y que la privatización de lo público es también cognitiva y cultural, intrínseca al modelo económico y forjada, al menos, en los últimos cuarenta años.

Por Claudio Salinas
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Claudio Salinas es Académico, Instituto de la Comunicación e Imagen ICEI. Universidad de Chile

Todos los días aparece en más de un medio nacional alguna nueva información del caso Penta que hunde más a la UDI. Todos los días, además, se abre la posibilidad de que el Servicio de Impuestos Internos abra otro flanco de otra empresa privada, que se relacione con la derecha política, pero sobre todo con la derecha económica, incluyendo, por cierto, a algún personaje “renovado” de la Nueva Mayoría. Como es evidente, hay una avalancha de información que permite que nos escandalicemos, pero no veamos el quid del asunto, lo importante para la valoración de la actual democracia y la percepción ciudadana.

¿Cuál es el meollo de este entuerto? La respuesta, parece ser una sola: la privatización de lo público, es decir, que las preocupaciones de la República debe favorecer a un sector de la sociedad civil, a los empresarios (al gran poder económico) en su versión menos decorosa, los especuladores. Como lo atestigua la periodista María Olivia Monckeberg en “El saqueo” (Ediciones B, 2001), estos sujetos con su moral proliferaron y se tomaron la antigua burguesía productiva cuando la dictadura de Pinochet comenzó a privatizar las empresas del Estado. Pero ojo, este proceso no se ha detenido, sino cómo entendemos la última oleada de privatizaciones producidas durante el gobierno del poco elocuente Eduardo Frei Ruiz Tagle. Estamos ante un Estado completamente cooptado por el interés de los mercaderes, pero ahora sin velos, sin disimulos respecto del bien público.

Pero esto no es sólo visible en y por el “caso Penta”. ¿Qué significa, ahora, que un ministro o funcionario de alta jerarquía tenga intereses estrechos con una parte del mundo económico privado (de los peces grandes, aclaramos), como por ejemplo, tener un colegio muy caro o haber sido gerente en alguna empresa? Significa, claro, que ese funcionario obedece, sobre todo, a criterios –y también, eventualmente, a personas concretas- que aparecen sólo concordantes con el interés particular. Por lo menos, relativizarán todas las medidas tendientes a favorecer a la mayoría, a los comunes, que son el grueso de la sociedad civil. De lo contrario, no se explicarían las actuales reformas aprobadas en el parlamento que nos recuerdan que todo en Chile es “en la medida de lo posible” y pasadas por agua tibia.

La trenza privada-pública es difícil de desanudar porque se ha transformado en “razón de Estado” que la actual administración -y las que le precedieron- no están interesados en desanudar, pues una casta de empleados ha nacido y criado bajo estas confortables lógicas que le significan, entre otras cosas, jugosas ganancias, una excelente cobertura previsional y grandes posibilidades de “engordar” sus arcas personales. Una suerte de “casta” que ve lo público, en su mayoría, como la prolongación de un ethos privado. A este proceso se refería José Rodríguez Elizondo en una reciente columna publicada en El Mostrador cuando advertía las consecuencias para la democracia chilena que tienen los sueldos y regalías tan suculentas que perciben los parlamentarios en nuestro país. Entonces, ¡qué se puede esperar de nuestros representantes si están tan alejados del vulgo!

Pero la privatización de lo público no llega hasta aquí. Lo que se expresa en los almuerzos de Velasco con los dueños de Penta, en las charlas de Ricardo Lagos, en los correos del Líder la de la UDI, y un gran etcétera, es la transformación del litigio político en el parlamento y en las instancias en que ocurre, en un simulacro. Es decir, el debate televisado, las imágenes de desavenencias irreductibles entre conglomerados políticos, son nada más que una pantomima, porque el conflicto no puede tener lugar, dado que éste ha sido resuelto en privado. Entonces, los monumentos a la democracia, como el Congreso se convierte más en la locación de un reality, en el decorado de algo que ya no sucede allí.

En la década de ‘90 se hablaba mucho en el mundillo académico del “declive del hombre público”, término acuñado por Richard Senett (Anagrama, 2011) en su libro homónimo y que sintetizaba la idea de que los problemas privados e íntimos se tomaban el espacio de lo público, como los realities, como las conversaciones de temas privados en la radio o en la televisión, por mencionar algunos espacios señeros. Cada vez más una especie de “espacio biográfico” se traslapaba con temas de interés general y, con ello, toda la sociedad giraba en torno a las preocupaciones más íntimas y personales. Ahora podríamos decir que el proceso va de la mano del “declive del político público” o del “declive de lo público” y la totalización económica del interés de lo privado-empresarial y especulativo.

¿Cuál es la salida? La respuesta, por ahora, aparece algo difusa, aunque el diagnóstico sea claro y lapidario. No basta con conocer y escandalizarse a cada minuto por una “nueva” revelación mediática. Debemos entender que lo político es la clave que debe gobernar a la administración tecno-económica de la vida nacional, y que la privatización de lo público es también cognitiva y cultural, intrínseca al modelo económico y forjada, al menos, en los últimos cuarenta años. Por tanto, cualquier solución requiere plantearse sobre la estructuras del actual sistema económico y cultural, e implica fortalecer lo colectivo por sobre el llamado emprendimiento individual.

 

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