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21 de Septiembre de 2015

Un pendiente de la reforma: ¿De qué hablamos cuando hablamos de “calidad” educativa?

Entre las distintas críticas que se han realizado a la Reforma Educacional emprendida por la administración de Michelle Bachelet, una de las más frecuentes es que no se ha hecho cargo de la “calidad” de la educación en el país. Verdadera palabra mágica, la “calidad” educativa pareciera haber pasado de ser bandera de lucha del Movimiento Estudiantil a convertirse en la principal arma enarbolada por la oposición para cuestionar las reformas implantadas.

Por Rodrigo Mayorga
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Rodrigo Mayorga es Maestría en Historia PUC, Estudiante de Doctorado en Antropología y Educación, Teachers College, Columbia University.

La omnipresencia del concepto no tiene nada de raro: si hay algo en que todos los actores parecen estar de acuerdo es en que todos quieren una educación “de mayor calidad”.

El problema es que hablar de “calidad educativa” como si se tratara de un valor absoluto es caer en una falacia grosera. La “calidad” de algo siempre hace referencia a aquellas de sus características que permiten establecer su valor; por lo mismo, hablar de “calidad” de la educación implica necesariamente hablar de los objetivos que ésta busca conseguir. Ahí es cuando la cosa se complica: si acaso hay consenso en torno a la necesidad de una educación de “calidad”, éste no necesariamente existe al hablar de cuáles deben ser sus objetivos.

Una educación de “calidad” se verá muy distinta para quien cree que la escuela debe educar ciudadanos críticos y cuestionadores que para quien considera que debe entrenar a patriotas obedientes, muy distinta para quien cree que debe capacitar a la futura mano de obra industrial que para aquel que ve en la escuela un lugar para formar futuros emprendedores.

“Calidad” se ha convertido así en nuestros días en lo que el historiador español Javier Fernández Sebastián llama un “concepto-receptáculo”: un concepto cuya enorme carga positiva permite que diversos actores políticos proyecten en sí sus programas e ideales, obscureciendo a la vez muchos de sus matices e incluso diferencias.

Lo peligroso es entonces lo que queda oculto y el desafío radica en “quebrar” el receptáculo, poniendo en evidencia los contenidos y proyectos contradictorios que residen en éste. Resituar al centro de la discusión educativa el concepto de “calidad” supone entonces rechazar su supuesta neutralidad, reconocer que la escuela no es ni puede ser imparcial, que la educación que entrega siempre está en función de un proyecto de sociedad específico que anhela construir y que definir ese objetivo es un acto eminentemente político y de orden democrático.

Hacer evidente de qué hablamos cuando hablamos de “calidad” educativa es necesario para lograr un verdadero debate ciudadano sobre los objetivos de la educación y el tipo de sociedad que queremos construir a través de ella.

En este contexto ciertas discusiones necesarias, como el debate curricular, han tendido a estar relegadas a un segundo plano, emergiendo con fuerza solamente en momentos específicos. Fue así cómo ocurrió hace casi media década, cuando el Ministro Lavín decidió reducir las horas de la asignatura de Historia y Ciencias Sociales y aumentar las  de Lenguaje y Matemáticas, medida que terminó siendo revocada ante el rechazo que causó entre diversos actores sociales. El problema, planteado en un inicio como un asunto técnico referido a la cantidad de horas que niños y niñas pasaban expuestos a ciertos saberes, se convirtió en uno político cuando lo que se empezó a debatir fue el tipo de ciudadano que se esperaba que la escuela formara gracias a una medida como ésta.

Una situación similar se ha vivido durante el último año con el debate en torno a la reincorporación de la asignatura de educación cívica – hoy reflejada en el proyecto de incorporar “Planes de Formación Cívica” en todas las escuelas del país – inspirado en gran parte por el contexto de desconfianza hacia la clase política, agravado a niveles extremos tras los casos Penta, SQM y Caval.

Ambos ejemplos muestran que la definición de nuestro currículum nacional no es un proceso únicamente técnico; es también político. Hace falta, sin embargo, llevarlo al centro de la Reforma y del debate público de manera sistemática y no circunstancial.

Si acaso puede comprenderse que la prioridad haya estado puesta inicialmente en la modificación profunda de los sistemas de provisión y financiamiento educacional en sus distintos niveles, lo cierto es que resulta difícil pensar en un verdadero cambio de paradigma, como tantas veces se ha dicho, si nuestras escuelas siguen persiguiendo los mismos objetivos y de la misma forma en que lo han venido haciendo durante las últimas décadas.

Una segunda discusión clave, pero también dejada de lado, es la de los mecanismos de evaluación. Dado que a ellos se les confiere la misión de “medir” la ‘calidad’ de la que tanto se habla, es imposible discutir ésta sin abordar aquellos.

Lo anterior es doblemente importante con evaluaciones a nivel nacional que, como el Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE) o la Prueba de Selección Universitaria (PSU), no solo “miden” el cumplimiento de objetivos sino que además poseen consecuencias concretas y directas para las escuelas y estudiantes sobre los que se aplican.

Algunos argumentarán que ambos sistemas tienen en sus bases buenas intenciones; es un punto debatible pero, sea como sea, ello no puede llevarnos a ignorar su impacto sobre ciertos objetivos educacionales definidos en el currículum nacional o por proyectos educativos particulares, a los que muchas veces convierten en nada más que declaraciones de principios.

Tampoco podemos obviar cómo las consecuencias de estas evaluaciones empujan en la práctica a escuelas, docentes y estudiantes a focalizar sus esfuerzos en ciertas asignaturas o en aprendizajes específicos y particulares, muchas veces no necesariamente los más socialmente valorados ni los más cognitivamente complejos (a veces, simplemente aquellos que las pruebas estandarizadas son capaces de medir de forma más certera).

Al igual que respecto a los objetivos de la educación y el cómo se manifiestan en el currículum, se trata ésta de una discusión enormemente política, algo que un movimiento como Alto al SIMCE ha probado ya con creces. Ninguna discusión sobre “calidad” educativa puede estar completa si no incorpora esta dimensión del problema. Tampoco puede estarlo si incorpora sólo a técnicos y expertos y no involucra a la ciudadanía en su conjunto.

El problema no radica en el término en sí, sino en lo que hacemos con éste. Los conceptos, nos recuerda el historiador alemán Reinhart Koselleck, son distintos de las palabras, en tanto corresponden a espacios en disputa que incorporan en sí mismos sus contextos sociopolíticos de uso. El análisis de cómo ello está ocurriendo con el concepto de “calidad” en nuestro país será responsabilidad de los historiadores del futuro. Hasta entonces, nuestra responsabilidad como ciudadanos del presente es hacer explícitos los proyectos políticos y sociales que hay detrás de nuestros usos conceptuales, decidir democráticamente cuáles queremos llevar a cabo e incorporar en nuestros debates todas aquellas dimensiones del sistema educacional que pueden promover o atentar contra ellos. Olvidar esto no sólo hace la discusión menos productiva, sino que nos lleva a correr el riesgo de cambiar completamente nuestro sistema educacional en el papel y dejarlo funcionando igual en la práctica.

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