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1 de Octubre de 2022

Política exterior: adaptarse y evolucionar

Es urgente que la política exterior se ajuste al cambio de circunstancias y que se le deje de ver como un instrumento con pocas repercusiones prácticas internas. La experiencia nos indica todo lo contrario.

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Es inentendible que aún no hayamos suscrito o ratificado y puesto en vigor los tratados con la Unión Europa y el CPTPP.
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Sabido es que la realidad es dinámica, y que el período que atravesamos global y localmente es altamente incierto y cambiante. Por eso en estos tiempos debemos acudir con más ahínco a una característica esencial del ser humano: su capacidad de adaptación.

Lo que se aplica a todos los planos, incluye por cierto a la política exterior.

En su campaña, el equipo programático del actual presidente Boric propuso lo que se denominó como la “nueva política exterior”, aunque en justicia de nuevo tiene poco, más allá de un mayor énfasis en algunos elementos. Sintéticamente, la propuesta era priorizar los temas ambientales, de Derechos Humanos y de género, al mismo tiempo que se buscaba rediseñar nuestra política comercial, privilegiando una visión evocadora de la política de sustitución de las importaciones con industrialización doméstica, incluyendo nacionalizaciones (todo lo cual en mi perspectiva configuraba más bien una variante del clásico mercantilismo).

En la segunda vuelta electoral, el programa se modificó, morigerando el rediseño de la política comercial. Ya no se iban a denunciar tratados, pero se haría un ejercicio de revisión para ajustarse a los cambios estructurales que se pretendían impulsar.

Al asumir, el discurso oficial del gobierno fue señalar que la prioridad sería impulsar y aprobar la propuesta de la Convención Constituyente, supeditando todos los ejes programáticos a esa aprobación. En la práctica, los seis primeros meses del gobierno quedaron como un compás de espera, sin grandes iniciativas. Ello significó también que se “congeló” la agenda de política exterior y particularmente su faceta comercial. Por eso la actualización del acuerdo con la Unión Europea, que se terminó de negociar durante el gobierno anterior, aún no ha sido suscrita por las partes, solicitando las nuevas autoridades chilenas revisar algunos temas. Lo mismo ha ocurrido con la acontecida tramitación parlamentaria del CPTPP o TPP11. En ese caso, el gobierno indicó que su estatus se revisaría tras el plebiscito constitucional (asumiendo que ganaba la opción apruebo), lo que eufemísticamente implicaba que se le desecharía formalmente (curiosamente este acuerdo se ha convertido en el símbolo del neoliberalismo cuya tumba se esperaba y espera por algunos sectores en el gobierno, sea cavada en Chile).

Lo que era la aspiración programática de campaña y luego de instalación, ha tenido un choque brutal con la realidad. Durante los seis meses de espera, lo único sustantivo con relación a la agenda original ha sido la ratificación del Acuerdo de Escazú. Lo que se concibió hace meses como prioridades para nuestra política exterior, ha pasado directamente, por el cambio de circunstancias en el mundo, a segunda o tercera línea.

Mientras vivíamos nuestro polarizado proceso constitucional, el mundo se volvió un lugar más inseguro, no solamente por la guerra en Ucrania, sino también por el debilitamiento transversal del Estado de Derecho, lo que ha abierto espacio a fuerzas que disputan las competencias y el territorio a la jurisdicción estatal. Todo esto ha repercutido en la economía global, impulsando una dinámica recesiva que podría afectar gravemente a nuestros vapuleados países, en estado anémico tras la pandemia y sus consecuencias. También este contexto ha incentivado los movimientos migratorios.

Las prioridades del momento debieran ser entonces hacer frente al tema de la inseguridad y la crisis económica en ciernes.

Respecto de lo primero, no se puede desvincular el fenómeno doméstico del medio externo. En otras palabras, la criminalidad organizada y el terrorismo se nutren de la colaboración transfronteriza. Urge por lo tanto coordinarse con otros gobiernos para abordar este fenómeno y luchar contra él.

Es indiscutible que en América Latina, una de las principales amenazas para los estados y para los sistemas democráticos, es el crimen organizado. Enfocarse solo en su dimensión interna será totalmente insuficiente y por lo tanto inefectivo.

Se debe entonces potenciar las herramientas con las cuales ya contamos, como son algunas convenciones, y sumar trabajo de coordinación policial y de inteligencia, apuntando a desarticular estos grupos, atacando en especial sus economías, privándolos de los recursos que les permiten corromper y adquirir armas, elementos esenciales para aumentar su poder.

Dentro del mismo fenómeno, pero como un subcapítulo, está el terrorismo, que en el caso chileno ha asumido ribetes étnicos. Este terrorismo, que viene asolando una vasta zona del sur del país, también se está expandiendo en Argentina.

¿Cómo está respondiendo nuestra política exterior a estos graves problemas? Pareciera que no ha sido asumido, o no con la prioridad que correspondería. Sin perjuicio de las mesas de seguridad a nivel local en el país (regiones y comunas), sería indispensable que la cancillería participara de una mesa nacional, junto a otras autoridades y entidades relacionadas con el tema, para apoyar la articulación con otros países, en función de una coordinación mucho más estrecha y no casuística o solo reactiva, dependiendo de lo que se le pueda pedir inorgánicamente.

Otra realidad incontestable, es el deterioro económico global. Ahí, la respuesta para una economía tan abierta y dependiente del comercio internacional y de las inversiones como la nuestra, no puede ser aislarse. Al contrario, al igual que en materia de criminalidad, es indispensable sumarse a otros grupos, asegurando la apertura de los mercados y la permanencia de reglas claras y estables.

Por eso es inentendible que aún no hayamos suscrito o ratificado y puesto en vigor los tratados con la Unión Europa y el CPTPP. Ambas herramientas no solo profundizan la senda que tantos beneficios nos han otorgado en estas décadas, también dan certezas en un contexto de alta incertidumbre y de tentaciones proteccionistas, ante las cuales tenemos mucho que perder. Además, ambos acuerdos nos permiten estar en selectos clubes, con capacidad de incidir en definiciones técnicas y estratégicas que en solitario no tendríamos ninguna posibilidad de hacer. Desde todo punto de vista, y en esto no he leído ningún argumento serio en contrario, conviene estar dentro de estos círculos y es mucho lo que se pierde estando fuera.

A mayor abundamiento, estos acuerdos consideran la posibilidad de encadenamientos productivos, lo que es la plataforma que necesitamos para escalar en el valor de nuestras exportaciones (acá no entran los acuerdos bilaterales ante el argumento que el CPTPP es lo mismo).

Aún cuando hay décadas de evidencia sobre los beneficios de estos tratados y la recesión económica global parece inevitable, tampoco he visto que nuestra política exterior recoja y priorice estas herramientas. Todo sigue reducido a una pobre discusión ideológica interna, totalmente desvinculada de la evidencia y de las necesidades del país.

Por último y como análisis lateral, lo que ha acontecido en estos meses en materia de política comercial, demuestra que no puede haber una política exterior con campos disociados y autónomos entre lo diplomático y lo económico. Debiera ser una política unitaria, donde lo económico comercial responda a un lineamiento político. Salta así a la vista, que la reforma al Ministerio de Relaciones Exteriores ha dejado las dos áreas tradicionales – política y economía – con la posibilidad de actuar autónomamente e incluso contradictoriamente. Así, el retraso para suscribir/ratificar los acuerdos mencionados, no solo genera perjuicios económicos, también está erosionando fuertemente nuestra estrategia y posición en el Asia Pacífico y en Europa. O sea, nos estamos descapitalizando y perdiendo atractivo como socio o aliado. Esto puede tener efectos insospechados que terminen afectando gravemente el interés nacional.

Concluyo que es urgente que la política exterior se ajuste al cambio de circunstancias y que se le deje de ver como un instrumento con pocas repercusiones prácticas internas. La experiencia nos indica todo lo contrario.

Se han perdido 6 meses. No sigamos perdiendo más tiempo ni oportunidades.
 

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