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21 de Enero de 2017

Bandido Bueno

Las masacres de presos exponen no sólo la falencia del sistema carcelario brasileño, sino que también nuestra falencia como sociedad. O humanidad.

Por Bruna Fonseca de Barros
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Bruna Fonseca de Barros es Periodista y asistente de investigación. Cursó un Magister en Relaciones Internacionales en la PUC Chile. Ha trabajado en la redacción de Infolatam. Twitter: @bru_fbarros

“Bandido bueno es bandido muerto”. 57% de los brasileños están de acuerdo con esta afirmación según encuesta divulgada por Datafolha a pedido del Fórum Brasileño de Seguridad Pública (FBSP) el 3 de noviembre del año pasado. La cifra sube para 62% en municipios con menos de 50 mil habitantes. Números que dicen mucho sobre el proyecto de sociedad que hemos construido.

En menos de dos semanas, Brasil vivió tres masacres en cárceles ubicadas en distintos Estados. En Manaos, el 1 de enero, un conflicto entre bandas criminales terminó con 56 reclusos muertos, descuartizados y decapitados, y aproximadamente 180 fugitivos, en el Complejo Penitenciario Anísio Jobim (Compaj), administrado por la empresa Umanizzare en un sistema de cogestión entre iniciativa privada y pública.

Hasta ahora, es la segunda mayor masacre en la historia del sistema carcelario brasileño, perdiendo solamente para la famosa tragedia del Carandiru ocurrida 1992, que resultó en 111 presos muertos por la policía de São Paulo.

Cinco días después, en Roraima, 33 presos fueron muertos en la cárcel Agrícola de Monte Cristo. Todo indica que fue una respuesta por la muerte de miembros del Primeiro Comando da Capital (PCC) en Manaos.

La tercera ocurrió en la Penitenciaria Estadual de Alcaçuz, región metropolitana de Natal, donde un motín dejó hasta ahora 26 muertos y el conflicto ya se hace sentir en las calles, con 21 micros incendiadas.

El año 2017 solamente repite lo que vimos el 2002, 2004, 2010 y 2016: masacres con derecho a un show de horrores, decapitaciones, órganos expuestos, miembros amputados. Familiares de los reclusos asesinados reciben videos y fotos, enviados casi en tiempo real por miembros del grupo rival al de las víctimas.

Las masacres de presos exponen no sólo la falencia del sistema carcelario brasileño, sino que también nuestra falencia como sociedad. O humanidad.

Al fin del día no importa quienes, cuántos, o cómo murieron. Son criminales matando criminales y punto. Tampoco importa en qué condiciones cumplen sus condenas, aunque eso sea combustible que alimenta el ciclo de violencia en que vivimos.

Tres episodios involucrando a figuras públicas ejemplifican a nivel discursivo tales falencias. El primero, un mensaje del Presidente de la República, Michel Temer, en el cual caracteriza la masacre en el presidio de Manaos como un “accidente”. El segundo, una entrevista de Bruno Júlio (PMDB), ex miembro de la Secretaria de la Juventud, en que afirma que “debería haber una masacre por semana”. Finalmente, declaraciones contradictorias del ministro de Justicia, Alexandre de Moraes, las cuales exponen la falta de coordinación entre el Ejecutivo federal y los gobiernos locales.

Morales, además, ha afirmado que los grupos como el Primeiro Comando da Capital (PCC), la Familia do Norte (FDN) o el Comando Vermelho (CV) no son un problema, ya que reconocerlo significaría admitir que el crimen organizado se forma dentro de las cárceles brasileñas.

Las organizaciones criminales se desarrollan en contextos donde el Estado es ausente. Si en Brasil muchos usan el término “poder paralelo” para definirlas, hace años que las mismas muestran su poder efectivo y directo.

Brasil tiene la cuarta mayor población reclusa del mundo, y según el Estudio Nacional de Información Penitenciaria (Infopen), divulgado en abril del año pasado, la tasa de encarcelamiento creció 67% entre 2004 y 2014. Según la misma fuente, entre los reclusos brasileños, 41% son provisorios, es decir, no fueron condenados y esperan por su juicio. En números absolutos, Brasil tiene la cuarta mayor población de reclusos en esta situación. El nivel de ocupación de las cárceles es del 157.2%, siendo el país campeón de hacinamiento, de acuerdo con datos del 2014 ofrecidos por World Prison Brief (WPB) y el Institute for Criminal Policy Research (ICPR).

El perfil carcelario brasileño también nos habla de la complejidad del problema: la mayoría de los presos es negra, joven, de baja escolaridad y renta. Los negros también son los que más mueren. El 2013, considerando la población de hasta 17 años, la tasa de homicidios de adolescentes blancos fue de 4,7 por 100.000, mientras que la de negros fue 13,1. Los datos son de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).

Como escribe el sociólogo Jessé Souza, “nuestra mayor singularidad es la construcción histórica de una clase de ‘desclasificados’, olvidados, abandonados y menospreciados por toda la sociedad, cuyo principal atributo es, precisamente, la ausencia parcial o total de los presupuestos y capacidades que definen la ‘dignidad’”. En Brasil, por lo tanto, bandido bueno no es bandido muerto. Bandido pobre es bandido muerto.

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