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6 de Junio de 2019

Plan de Descarbonización: el jurel tipo salmón del Gobierno

"El compromiso de cierres de termoeléctricas a carbón se ha transformado en una triste noticia, en algo que lamentablemente tiene más cara de show mediático que de primer paso en una transformación urgente".

Por Catalina Pérez
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Catalina Pérez es Diputada y Presidenta de Revolución Democrática. Integrante de la Comisión de Medio Ambiente de la Cámara y miembro del Comité Asesor Presidencial COP25

Cuesta encontrar palabras para expresar en términos sencillos lo que significa la demanda de declarar una “emergencia climática” que han levantado cientos de miles de personas a lo largo del planeta a través de multitudinarias manifestaciones. La crisis climática es un fenómeno multidimensional y parte del problema para intentar explicar qué significa decretar emergencia, es que no resulta tan sencillo cuál sería el paso siguiente después de lograr esa simbólica victoria.

En Chile, por los avatares de nuestra historia reciente, incluyendo la baja disponibilidad de recursos fósiles, la fallida estrategia de contar con el gas argentino a bajo precio y la falta de iniciativa para ser pioneros en energías renovables no convencionales, el principal agente de emisiones de gases de efecto invernadero son las termoeléctricas a carbón. El 40% de nuestra energía eléctrica es generada a través de las 28 centrales de este tipo que emiten aproximadamente el 26% de los gases de efecto invernadero de nuestro país.

Dejar de producir electricidad a través de este sucio combustible es completamente posible hacia el año 2030, tal como lo ha afirmado el contundente estudio de KAS Ingeniería-Chile Sustentable, el cual propone una vía alternativa: dejar de invertir en energía e infraestructura contaminante y obsoleta; y, mediante inversión en energías renovables e infraestructura de transmisión, iniciar de manera decidida el camino hacia una transformación limpia y real. Esta medida permitiría dejar de emitir cerca de 30 millones de toneladas de CO2 al año y por sí sola sería más ambiciosa que todas las políticas en conjunto que el país comprometió en la Contribución Nacional Determinada (NDC) presentada el año 2015, en el marco de la negociación del Acuerdo de París. Si esta medida, cumple con el deseado papel de ser una “bala de plata”, ¿por qué el gobierno no la hace propia y se hace cargo de su retórico compromiso con detener la crisis climática?

La respuesta descansa en dos ideas, que me permito concluir a partir de esta poco ambiciosa política. La primera es la creencia que Chile, al ser un país pequeño, no tiene una responsabilidad tan grande en ser agresivo en medidas de mitigación de sus emisiones. Esta tendencia, basada en nuestra baja participación en las emisiones globales, plantea que no tiene sentido cargar con los costos de una transformación acelerada, porque nuestros cambios no son tan necesarios para el planeta como los que deben realizar las economías desarrolladas. Frente a esta arraigada idea, debemos rebelarnos. Chile es un país que emite una cantidad importante de gases de efecto invernadero si los medimos según la cantidad de población. Emitimos mucho más per cápita que Costa Rica o México y cifras semejantes a países de ingreso similar al nuestro como Croacia, Turquía o Portugal, por lo que el relato de que somos menos responsables no se ve de manera tan clara si vemos los números desde este ángulo. Por ello, negar nuestra responsabilidad de ser lo más ambicioso posible en la disminución de emisiones es no reconocer la emergencia climática que los jóvenes del mundo y Chile están demandando en las calles.

La segunda idea que se puede inferir de esta política toca directamente la salud y la calidad de vida de las personas. Como representante de una región que posee 15 unidades térmicas en Tocopilla y Mejillones, conozco de primera fuente el nefasto efecto que esta industria ha tenido en la salud de los habitantes. Similar situación se repite en Coronel, Lota, Huasco y, obviamente, en Quintero y Puchuncaví. Lamentablemente el cierre de estas centrales hoy divide a las comunidades de estos territorios, ya que si bien sus habitantes conocen y sufren los nocivos efectos de sus emisiones de contaminantes, también viven en territorios en los que hay temor de qué sucederá si estas empresas son obligadas a cerrar. En definitiva, el Estado los ha obligado a optar entre el trabajo y la salud; entre el trabajo de sus padres y la salud de sus hijos.

La decisión de no definir el cierre de las termoeléctricas a carbón a la brevedad, tiene también como fundamento la falta de visión y ambición del Gobierno. Es el enésimo acto de indolencia hacia las llamadas zonas de sacrificio. En lugar de generar un acuerdo de transformación económica y ambiental con estas comunas, que permita reemplazar el papel que la industria generadora contaminante cumple en los sistemas locales y una relocalización de la mano de obra en nuevas fuentes de empleo, el cierre de centrales se difumina en el tiempo. Terminará ocurriendo por cansancio, no por decisión política. Que esto ocurra a meses de la mayor crisis ambiental en décadas en nuestro país, sobre la cual la Corte Suprema ha fallado de manera clara, es un signo de la indiferencia del Estado con las comunidades que han vivido el “costo del desarrollo”. Después de años de promesas de los gobiernos que no han solucionado problemas, los habitantes de estos territorios han oído de planes de descontaminación atmosférica, Planes de Recuperación Ambiental y Social y ahora de un Cronograma de Cierre de centrales a carbón. Hasta ahora, esos programas han sido muy poco efectivos en solucionar el problema de raíz y pareciera que se está perdiendo una oportunidad más de marcar el inicio de un nuevo trato con las llamadas zonas de sacrificio.

En definitiva, el compromiso de cierres de termoeléctricas a carbón se ha transformado en una triste noticia, en algo que lamentablemente tiene más cara de show mediático que de primer paso en una transformación urgente. La forma en que Chile entiende su rol en la lucha frente al cambio climático, y la manera en que comenzamos a pagar la deuda con nuestros territorios contaminados y postergados, son dos erradas decisiones que debemos modificar si queremos que esta historia pueda siquiera pensar en tener un final feliz.

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