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10 de Noviembre de 2020

Plebiscito y clasismo en Chile

Por Claudia Garrido-Carrasco
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Claudia Garrido-Carrasco es Académica Departamento de Trabajo Social Universidad Alberto Hurtado

Hace más de 1 año, en el marco de las manifestaciones de la revuelta popular, se produjo en el Portal La Dehesa (Lo Barnechea) el enfrentamiento entre dos Chiles: el de la élite y el del pueblo. “Ándate a tu población de mierda, roto conchetumadre”, picante, flaite, cuma y otros epítetos que recordaron las imágenes de los enfrentamientos de la década del setenta, retratados en la película Machuca de Andrés Wood. Lamentablemente, el clasismo en nuestro país no es un asunto extemporáneo; por el contrario, se imbrica estructuralmente desde su origen colonial (que distinguía a la oligarquía de los peones) hasta los modos de relaciones autoritarias y de subordinación mantenidas en la actualidad.

El reciente plebiscito del 25/O, que dirimió entre las opciones Rechazo o Apruebo respecto de la Constitución de 1980, arrojó como resultado en la Región Metropolitana, el triunfo del Rechazo en las comunas de Vitacura, Las Condes y Lo Barnechea, al mismo tiempo que el Apruebo se impuso en Renca, Lo Espejo y La Pintana.

Esto no es casualidad, no sólo porque refleja dos concepciones opuestas del Chile que se desea construir, que por lo demás, es parte de la conflictividad ideológica propia de sociedades que aspiran a llamarse democráticas, sino porque evidencian el conflicto de clase entre ricos y pobres; a menos que se quiera pasar por alto el hecho de que los resultados se polaricen entre comunas con las más altas concentraciones de riqueza versus las de más alta concentración de pobreza.

La revuelta popular del octubre chileno, cuyo lema: no son 30 pesos, son 30 años, planteaba el deseo de refundación política mediante la impugnación de la Constitución de 1980, ilegítima en su origen por haber sido formulada e impuesta en dictadura.

El estallido, como retorno de la soberanía del pueblo aboga por la necesidad de reconvertir las bases sociales desde una refundación democrática. Por ello, derogar la Constitución pinochetista se transforma en condición sine qua non de éste, ya que se aspira a que la nueva Carta fundamental reconozca la plurinacionalidad y recupere la noción de derechos sociales.

En Chile no existe consenso sobre la desigualdad como problemática. Los discursos de élite, tienden a normalizarla apelando a la capacidad individual y meritocrática, en contraste con una ciudadanía que se volcó a la calle para manifestar la indignación que supone la experiencia cotidiana de vivir la segregación, el endeudamiento, las desigualdades de género y el maltrato social.

En este sentido, la revuelta situó a la dignidad como principio normativo de una democracia más amplia que considere las voces de una población que en términos concretos, no se encuentra representada en el debate público.

Las condiciones de informalidad en el empleo, la atomización del sujeto que agrieta las posibilidades de cohesión social, la alta desconfianza en las instituciones y la adolescencia de acuerdos sociales que consensuen un punto de intolerancia frente a las desigualdades, confronta, entonces, el espejismo del crecimiento económico y la estabilidad del país enfatizada por la élite.

Ya el PNUD (2017), en su informe sobre desigualdades en Chile, evidenciaba la creciente elitización en las decisiones públicas, al mismo tiempo que el malestar de la ciudadanía se encontraba en ebullición, no solo porque una parte de ella se moría en listas de esperas para ser atendidos en la sanidad pública, sino además, porque el maltrato social y la discriminación se fueron instalando como un tipo de relación social asimétrica y autoritaria.

La segregación territorial, como efecto de la planificación urbana de Miguel Kast en dictadura, es hoy por hoy, la prueba más gráfica de la estructura estamental de la sociedad chilena, pero para sostener esta separación entre ricos y pobres, fue necesario establecer fronteras en los tránsitos urbanos marcados por los estigmas del cuerpo (color, formas de vestir y hablar). Por ello, “ándate a tu población de mierda”, es el llamado del patrón hacia el peón que ha osado subvertir tal límite.

Habrá que recordar que en pleno peak de la pandemia COVID-19, los medios de comunicación informaban que las comunas más ricas del país solicitaban permisos para pasear mascotas, mientras que en las más pobres; para asistir a funerales de familiares directos o visitar a éstos en las cárceles.

Varios elementos configuran la disociación que existe entre el Chile de la élite y el del pueblo. Los resultados del informe del Círculo de Directores encargados a la firma big data Unholster con apoyo de la Universidad de Los Andes, revelaron que la élite vive en un Chile imaginario, en el que sus percepciones de la realidad difieren consistentemente de los datos reales; por ejemplo, cuando creen que el avalúo fiscal de una vivienda de grupo socioeconómico bajo es de sobre 25 millones de pesos, cuando en realidad, éstas no superan los 7 millones; o cuando manifiestan lo amplia que es la clase media chilena, que en estricto rigor, no es más que una ficción que ha funcionado para invisibilizar la precarización de ésta. De hecho, en un reciente estudio de COES (2020), los votantes del Rechazo asumen que la movilización popular responde a la ignorancia, la falta de educación o a una disfuncionalidad del sistema.

Sin embargo, la revuelta del 18/O, desnudó una desigualdad insoportable expresada en violencias materiales (segregación residencial, privatización de derechos sociales) y simbólicas (con efectos materiales de estigmatización de cuerpos, clasismo y racismo), entre quienes viven dichas violencias y aquellos que en desconocimiento de éstas, deciden las partidas presupuestarias del erario público. Si bien, aún no puede afirmarse que estemos en una sociedad polarizada, lo que sí es evidente; es que hay una minoría que imagina un Chile de oasis y una mayoría que vive más cerca del infierno de la pobreza y el endeudamiento.

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