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12 de Diciembre de 2010

El Abrazo que nadie dio (pero que todos escucharon)

Quizás Los Bunkers tocaron demasiado temprano. Quizás sobró la presentación de Eli Roth para Beto Cuevas. Quizás la lluvia resfrió a varios que sólo se dieron cuenta hoy en la mañana, y quizás Calamaro debería haber sonado bien desde el comienzo. Y la producción debería haberlo dejado tocar esa canción por la que volvió cuando Los Jaivas estaban en el escenario chileno.

 

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Quizás Los Bunkers tocaron demasiado temprano. Quizás sobró la presentación de Eli Roth para Beto Cuevas. Quizás la lluvia resfrió a varios que sólo se dieron cuenta hoy en la mañana, y quizás Calamaro debería haber sonado bien desde el comienzo. Y la producción debería haberlo dejado tocar esa canción por la que volvió cuando Los Jaivas estaban en el escenario chileno.

 

 
No es que no nos gusten Los Jaivas; no. Pero si un argentino le hace caso a miles de chilenos y vuelve al escenario cuando ya estaba apagado, esperando que en los controles hagan su parte y le den esos últimos tres minutos, habría sido bueno escucharlo. Quizás habría vuelto también con Vicentico, en el cierre, para cantar una que varios se quedaron con las ganas de escuchar: Usted.

 

Pero nada de eso se pudo cambiar y, a fin de cuentas, no importó mucho. Tampoco importó que este abrazo durara más de lo acordado, porque no fue de esos abrazos que no se sabe cuánto afecto deberían demostrar ni por cuánto tiempo se deberían extender, como esos que se les dan a los suegros en Navidad a los compañeros de trabajo para los cumpleaños. Porque aunque a las 2.30 de la madrugada había  casi 70 mil personas exhaustas en el Parque O’Higgins, pocas querían irse.

 

Vicentico lo hizo notar. Dijo que los boludos estaban cansados, pero que él los entendía. Que se había hecho tarde. Pero a todos se les olvidó cuando cerró con Yo no me sentaría en tu mesa, porque se la estaban pidiendo hace rato. Fue uno de los pocos que de verdad escuchó al público, quizás porque fue de los pocos artistas que no tuvieron que apurarse por el cronómetro que les indicaba cuánto tiempo les quedaba.

 

Ni a él, ni a Charly -no es necesario ponerle apellido a Charly-, ni a Calamaro ni a Los Jaivas les pusieron un límite. No tan evidente como al resto, al menos. Todos podrían haber tocado más. Tal vez, si hubiera habido menos apuro -pero quizás a qué hora habría terminado esto-, más argentinos y chilenos se abrían abrazado de verdad.

 

No es que se esperara un discurso de unión trasandina ni de fiesta latinoamericana. Para eso tenemos a Chávez con sus populismo y, anoche, a Joe Vasconcellos. Pero si él lo hace, está bien. Tiene la sangre y la ascendencia lo suficientemente mezclada como para incluir batucadas en sus canciones, tocar música brasilera en un festival de música argentina y chilena, cerrar sus -insuficientes- minutos con instrumentos andinos y hablar con un acento particular. 

 

Por algo prendió a todo el público del escenario derecho, donde tocaban los chilenos, con Hijo del sol luminoso. Y, al menos a la mitad de adelante, le encantó cantar y negar con el dedo cuando Joe dijo lo de que nuestro mundo trascendente que llevamos en el alma no se vende, hermano mío, a la ciencia oficial.

 

 
Lo suyo fue una fiesta, como cada vez que toca. Y el último de los abrazos entre chilenos y argentinos. Invitó a Bahiano, el ex vocalista de Los Pericos -al que la mayoría recordaba más delgado-, para cantar Duerme negrito. Sonó tan bien en versión reggae.

 

Antes de Joe , sólo hubo dos interacciones entre músicos de ambos países. La de Los Bunkers con Adrián Dárgelos, vocalista de Babasónicos, y la de Fabiana Cantillo, Nicole, Javiera Parra y Denisse Malebrán. Después de Joe, no hubo más. Sí varios homenajes, como el de Luis Alberto Spinetta a Gustavo Cerati; de quien también se acordaron los Chancho en Piedra, la producción del festival -mostrando un saludo de él para los chilenos después del terremoto- y Los Jaivas.

 

 
Spinetta también le dedicó una canción a los padres de las víctimas del incendio en la discotheque argentina Cromañón, de 2004, Calamaro pidió aplausos para Vicentico después de invitarlo a cantar dos temas y, cómo no, Los Jaivas se acordaron de Eduardo “Gato” Alquinta. Antes de cantar Mira niñita -quién no se conmovió con Mira niñita- y al terminar su presentación. A pesar de que era tarde, de que hacía frío, de que del otro lado esperaban a Vicentico y de que no estaba el Gato, cinco canciones de Los Jaivas sonaron a algo incompleto

 

Pero quien se acordó de más personas fue Jorge González. La promesa de que tocaría íntegro el disco “La voz de los 80” era interesante, pero a quién le vamos a mentir: uno espera otras cosas del sanmiguelino. Que critique todo, que incomode a varios, que hable sobre políticos millonarios y que se burle de sus ex compañeros de banda. Anoche hizo todo eso.

 

 

Partió por faltarle a su palabra al omitir la canción Quién mató a Marilyn, cantada por Claudio Narea. Pero como hizo un chiste al respecto y el estadio se rió casi entero, a nadie le importó. Total, estaban Sexo, La voz de los 80, Paramar y No necesitamos banderas. Y fue al final de esa canción cuando González empezó a acordarse de gente.

 

“Vas a la cárcel si robas un celular. Vas a la cárcel si pirateas dvds. Vas a la cárcel si robas y te pillan en algo, chico, pero si robas de verdad, te hacen Presidente de la República”. No se lo mandó a decir con nadie. Tampoco a los Matte, los Luksic y a Agustín Edwards. A ellos los mencionó como “los que dominaban el país” durante la dictadura “y lo siguen haciendo ahora”, y ni siquiera por muerto se salvó Augusto Pinochet. 

 

González, entre medio de algunas pifias conservadoras, recordó que la Constitución vigente la había escrito el gobierno militar, y comparó a Pinochet con el líder nazi: “es como si Alemania se rigiera por una Constitución hecha por Hitler. La única diferencia es que ellos entraron en guerra y fueron a matar a otros países, y los cobardes de acá mataron a su propia gente”.

 

Ahí fue cuando algunos asistentes se molestaron. “Ándate, comunista de mierda, se escuchó desde el público que esperaba a Calamaro. González ni se despidió y, sin que el costado izquierdo del lugar lo notara, el escenario quedó vacío. Sin intenciones de bis. Pero apareció el argentino autor de Flaca y la revolución se pospuso.

 

Aunque menos de lo que algunos hubieran querido. Los mismos qu
e echaban al “comunista” González del escenario, y que cantaban todas las canciones de Calamaro, dejaron de aplaudirlo cuando aparecieron en la pantalla imágenes del Che Guevara y Salvador Allende.

 

 
De quien también se acordaron Los Tres, que sonaron perfectos para las dos mitades de público y, salvo Xuxa, escogieron las canciones que el público quería escuchar. Una masa de casi 70 mil personas cantando que un amor violento la deslumbró y la fulminó, es algo de qué acordarse cuando se esté pasando mal por uno de esos.

 

A fin de cuentas, lo que se recuerda son esas escenas. Momentos. Porque retener 11 horas de música es mucho pedir. Que Fito Paez dependa cada vez más de su banda, por ejemplo, se olvida cuando -casi por inercia- se termina saltando de todos modos con Mariposa technicolor. Y de Beto Cuevas uno prefiere quedarse con El Duelo, al final de su presentación, y olvidar todo lo demás.

 

Pero a pesar de que hubo saludos de ida y de vuelta, de un lado de la Cordillera al otro, la lección de fraternidad y todas esas ideas utópicas que se vendían en la publicidad de El Abrazo la dio Charly García. Quién más. Le dijo a uno de los -innecesarios- periodistas a cargo de la continuidad que él y los suyos eran “la única banda realmente Bicentenario”

 

No por la suma de las edades de los integrantes -Charly es el señor indiscutido-, sino porque tenía músicos argentinos y chilenos. Es cierto: el tipo puede estar viejo, algo tembloroso, con la voz demasiado gastada por el cigarro y cuantas drogas incluyan su historial -sabiendo que es eso lo que nos gusta de su voz-, pero tiene aguante

 

Y sólo por eso, porque es historia, valía la pena la lluvia, el frío y la constante falla de micrófonos -que tuvo a Charly riéndose del sonidista a cargo mientras le devolvía uno cada vez que no funcionaba o que volvía a su piano. Y nadie deja caer un micrófono que tira Charly. Nadie se atreve a robarle el show.

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