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27 de Enero de 2016

Aborto: libertad, igualdad y solidaridad

Si queremos una sociedad más solidaria, donde impere la igualdad, la libertad y la colaboración, no podemos legalizar el aborto, eso significaría un retroceso histórico que someterá, a un enorme grupo de nosotros, a una discriminación y desamparo que nadie querría para sí mismo.

Por Rodrigo Pablo
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Rodrigo Pablo es Abogado Universidad Católica.

El debate sobre el aborto se da, principalmente, entre quienes privilegian el derecho de la mujer para decidir si portar o no al no nacido una vez que ella ha quedado embarazada (los Pro Elección), y aquellos que creen que el derecho a la vida del no nacido es inviolable, y que en consecuencia, la libertad de la mujer no la faculta o autoriza para privar de su vida al niño que está en su interior (los Pro Vida).

Ronald Dworkin, destacado filósofo Pro Elección, señala “una mujer que, al no poder tener acceso a un aborto temprano y seguro, es forzada a dar a luz a un niño que no desea, no goza ya del dominio sobre su propio cuerpo: la ley la somete a una especie de esclavitud. Sin embargo, esto es solo el comienzo. Para muchas mujeres, dar a luz niños no deseados significa la destrucción de sus propias vidas, o porque ellas mismas son todavía niñas, o porque ya no les será posible trabajar o estudiar más, o vivir de una manera que le resulte significativa, porque no puede mantener a sus hijos (por supuesto, estos perjuicios se multiplican e intensifican si el embarazo tiene su origen en una violación o incesto o si el niño nace con serios impedimentos físicos o psicológicos)”. Además, sostiene que si bien es innegable que aparece una vida en el momento de la fecundación, esta no es digna de protección por “carecer del sustrato neural necesario”, y que “la creencia en el valor sagrado de la vida es religiosa, y el Estado no puede coartar la libertad de los ciudadanos para proteger un valor de índole religioso”.

Los Pro Vida responden, con respecto al dominio sobre el propio cuerpo, que no puede implicar el dar muerte a otro y que, por el contrario, existiría un deber de cuidado de la madre respecto al no nacido durante el embarazo; que las aspiraciones profesionales de la madre no son suficiente justificación para autorizar el aborto, y que tampoco sería legítimo eliminar al individuo que es fruto de una violación, por cuanto no es justo hacerlo responsable del crimen de su padre. Asimismo, agregan que la sacralidad del derecho a la vida es el fundamento de la vida social, y no una mera cuestión religiosa, y que en virtud de ella se castiga el homicidio y se protege a todo aquel que vea su vida en peligro; y, por último, que el desarrollo neural no es lo que nos hace dignos de derechos, sino el hecho de ser humanos, siendo esto lo mismo que debe animar a la sociedad a proteger la dignidad de todos sin importar su sexo, raza o condición.

Visto lo anterior, legalizar el aborto va en contra de la ruta de desarrollo que Chile ha mantenido a lo largo de los años: supone discriminar arbitrariamente, al preferir el interés de unos (no solo de la mujer, ya que generalmente tras un aborto hay una decisión de todo el grupo que la rodea y, muchas veces, presiona) al derecho a la vida de otros, solo en función de su nivel de desarrollo; resulta contradictorio que, en un país donde exigimos al juez una certeza que vaya más allá de toda duda razonable acerca de la culpabilidad del imputado para condenarle, admitamos el aborto cuando hay motivos de peso para creer que esa vida es absolutamente humana (un ADN distinto del de sus padres, que crece con independencia de su madre, quien lo alimenta y cobija); es ilógico que una sociedad que restringe el ejercicio de varios derechos en pos del bien común (entre otros: restringe la libertad contractual al prohibir a los comerciantes coludirse, y el de propiedad al obligar a los empresarios a dar fueros maternales), considere entre las prerrogativas de un particular decidir sobre la vida de otro; finalmente, es paradójico permitir a un privado, sin que medie ningún debido proceso, dar muerte a otro, si ni siquiera el Estado -por medio de la pena de muerte- puede ejercer dicha facultad respecto a los criminales más abyectos, así, eventualmente, el violador recibiría un castigo más benévolo que su hijo inocente.

Si queremos una sociedad más solidaria, donde impere la igualdad, la libertad y la colaboración, no podemos legalizar el aborto, eso significaría un retroceso histórico que someterá, a un enorme grupo de nosotros, a una discriminación y desamparo que nadie querría para sí mismo.

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