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5 de Diciembre de 2023

Emocracia

Por Miguel Papic
AGENCIA UNO/ARCHIVO.
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Miguel Papic

Miguel Papic es presidente Fundación Libertad Humana.

A días del plebiscito constitucional observamos una avalancha de emocionalidad inundando el debate político. Ya nos hemos acostumbrado a que los debates son cuadriláteros donde se ofrece un espectáculo de vociferación constante. El gusto por “cantárselas claritas” y no “mandárselo a decir con nadie”; donde la Lily (panelista imaginaria) “destruye” a Peyo (otro hipotético), se nos ha hecho demasiado común y agotador.

Hasta hace pocos años atrás, las reglas básicas de cualquier debate suponían que detrás de un argumento debía haber hechos que sustentasen el argumento. En los debates actuales lo que importa, no son los hechos, sino destruir la reputación del adversario en el debate, sin importar los hechos que soporten o no sus afirmaciones. Es el marasmo de emociones y de emotividad en lo que se diga, lo que crea los hechos; Ayyan Ferguson lo dijo muy bien, no vivimos en una democracia sino en una emocracia, donde las emociones anuncian los hechos.

El problema con esto es que si la argumentación racional no basta para sustentar posiciones, es muy difícil por tanto, que una democracia pueda ser vibrante y robusta en un contexto tal. Y peor aún, si la argumentación racional, propia de nuestra cultura occidental, no es ya capaz de ser considerada una forma legítima de aclarar diferencias y llegar a acuerdos, sino por el contrario usar las emociones como razones, quien es capaz de comunicar mayor rabia, enojo, injusticia (rara vez alegría) es quien ganara la discusión; es como un concurso de quien es el más agredido, el más enojado, el que tiene mayor derecho a ser víctima. Se entiende entonces que quien tenga una opinión diferente a la de las emociones es inmediatamente atacado, no en lo que piensa sino en lo que es. Si aterrizamos esto en el contexto de lo que hemos vivido en las últimas semanas, lo vemos claramente.

Frente a esto surge un hartazgo, una realidad que nos ha colmado como sociedad. A favor, y que se jodan, no será la frase de estadista que nos gustaría escuchar, pero interpreta muy bien un basta ya y el deseo de un punto final a este momento constitucional que ya lleva 4 años, en que no solo por lo extenso de la discusión, sino por el tono de esta, nos ha agotado como sociedad. Si leemos bien las encuestas, estas dicen algo más que la evolución de las preferencias para el nuevo plebiscito. Dicen con claridad que la sociedad pide a gritos a la clase política pragmatismo y que se concentre en las necesidades inmediatas de las personas, y que se tomen medidas claras, contundentes y valientes.

Nunca había sido más cierto en nuestra vida nacional aquel sabio dicho de que los perfecto es enemigo de lo bueno. Guste o no, luego de 4 años de discusión constitucional ha quedado claro que este no es el momento para ver surgir al próximo intelectual de derecha o izquierda, ni mucho menos el momento de un revival de la polémica de los universales y así intentar definir si es el “que” antes del “quien”. Como sociedad, no solo la clase política, sino que todos quienes nos importa Chile tenemos el imperativo moral de buscar el bien de la sociedad y dejar de lado la búsqueda de una perfección tan estéril como inalcanzable.

Es hora de reconocer que la calidad del debate político no solo refleja nuestra cultura democrática, sino que también determina su eficacia y sustentabilidad. Con el plebiscito a la vista, los ciudadanos de Chile tenemos la responsabilidad no solo de decidir sobre un documento constitucional, sino también de definir el tono y la naturaleza de nuestra convivencia política y social en los años venideros. En este contexto, Apruebo no es simplemente un voto por un texto, sino por un cambio en la dinámica de nuestro diálogo nacional.

Aprobar es un voto por la madurez política y el compromiso colectivo con el bienestar de nuestra nación cerrando así la llave a la discusión circense e indolente con la realidad nacional, dejando atrás la discusión cargada de emocionalidad y vociferación, y acabar con el lujo tan desigual como excluyente de aquellos que, sin mayor costo personal, prolongan una discusión sin rumbo.

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