“La pelota está hecha de cuero, el cuero viene de la vaca, la vaca come pasto: bajen la pelota al pasto!” (Alfredo Di Stéfano).
Instrumento tradicional de percusión en la música folklórica chilena y argentina, construido con madera de coihue, ceibo o quebracho y un parche de cuero curtido de vaca, oveja, cabra o chivo, el bombo leguero, que usted debe haber visto más de una vez en brazos de los Chalchaleros o incluso de Melón y Melame, puede tener 6, 8, 12, 14, 16 y hasta 18 pulgadas y costar hoy entre 50 y 200 mil pesos.
Su nombre viene de esto: bien golpeado, su sonido se puede escuchar a más de una legua de distancia (4,19 kilómetros). La leyenda dice que un carnicero de Santiago del Estero, que vivía en medio del campo, lo creó para avisarle a sus vecinos que había llegado carne para la venta. Un símil de los fuegos artificiales y su relación con la drogas en los tiempos que corren.
Los bombos tienen un sonido grave y potente, a diferencia de los tambores, pero ambos se golpean con baquetas. Claro que las del bombo leguero agregan un especie de cabeza de género acolchada en la punta para silenciar el golpe y proteger el cuero.
Hasta aquí la puesta a punto. Ahora la historia.
Cuando tenía como 12 años, mi padre, músico de fuste, integrante en los sesentas del grupo folklórico “Los de Santiago”, bastante famoso en su época por la interpretación de canciones como “Rosa Colorada” o “La Mula Rosilla”, de Raúl de Ramón, tuvo en bien regalarme un bombo leguero para que, sacando provecho a mi buen ritmo innato -no es un decir- me iniciara en las artes del folklore. Claro que como yo en ese tiempo tenia ojos sólo para el fútbol, rápidamente, en vez de ensayar, comencé a llevarlo al estadio para alentar a Colo Colo. Eran períodos de paz, cuando recién surgían las “barras estudiantiles”, todavía se aplaudían los buenos goles del contrario y hasta se recibía educadamente al equipo rival con pañuelos blancos… pero igual hacía sentido apoyar a tu equipo con un bombo porque Magallanes y Aviación, por dar sólo un par de ejemplos, tenían orquesta propia durante los partidos.
Era una tontera, una chiquillada absurda (sobre todo trasladar el dichoso bombo en la micro) pero mi abuelo, compresivo, apañaba con una sonrisa y llevábamos cada fin de semana al estadio ese instrumento casi de juguete, inaudible ante los gritos del respetable y a años luz del sonido gutural de los bombos gigantes que hoy tienen las barras.
Como le había dibujado y pegado yo mismo un cartón con la insignia del club en uno de los lados, supongo que mi abuelo premiaba mi esfuerzo haciendo vista gorda ante tamaña majadería. Para alivio de todos, y con esto la hago corta, al poco tiempo el abnegado bombo, claramente pensado para otras cosas, no resistió más los golpes destemplados y los repetidos viajes y murió en paz, una tarde de septiembre, en el estadio Nacional. Mientras atacaba el Pollo Veliz por la izquierda rumbo al arco norte, mi brazo pasó hasta el fondo del espacio interno y vacío del bombo, decretando el temprano fin del cuero curtido y de mis cortos meses de barrista/folklorista.
Qué más iba a durar.