Secciones El Dínamo

cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad
24 de Marzo de 2017

Confieso que he pecado (y no me importa)

Finalmente, algunos, tendremos que armarnos de paciencia para seguir escuchando las bravuconadas de Piñera –y de otros y otras que también comparten su ethos. Pero les pido una cosa: no nos roben a Violeta.

Por Claudio Salinas
Compartir

Claudio Salinas es Académico, Instituto de la Comunicación e Imagen ICEI. Universidad de Chile

El lanzamiento de la candidatura de Sebastián Piñera en la Quinta Normal, no sólo sorprendió porque hizo converger en un espacio discursivo a dos figuras antitéticas: vociferaciones y vítores enfervorizados al ex dictador Augusto Pinochet (“Viva Chile y Pinochet”), y la entonación de “Gracias a la vida”, de Violeta Parra. Algunos dirán, los más posmodernos, que todo es válido, que ya no existen grandes discursos, y que todo se ha transformado en simulacro. Más encima, todo lo que se dice estaría dotado de validez, en un relativismo muy pro al neoliberalismo.

Sin embargo, si juntar a Violeta con Pinochet, es como reunir dos imaginarios totalmente diferentes, conflictivos e irreconciliables, más sorprendente aun, al menos desde mi perspectiva, es escuchar el discurso de Piñera e interpretar que todo lo que dijo es un reconocimiento explícito de buena parte de los comportamientos e imputaciones que le han valido las dos querellas que el diputado Gutiérrez ha interpuesto en tribunales.

Piñera en su presentación señaló textualmente: “Como candidato, si soy elegido, cumpliré estrictamente con la letra y el espíritu de la ley que el Congreso acaba de aprobar, además no participaré en la gestión y administración de ninguna empresa”. Luego, en una entrevista con Max Colodro en la Universidad Adolfo Ibáñez, complementó: “(…) “voy a abandonar cualquier interés privado, voy a tomar toda las medidas para que el 100% de mis capacidades estén en el interés público”. Entonces, ¿antes, cuando fue presidente, sus capacidades no estaban puestas totalmente en conducción del Estado? Es que acaso, ¿cuándo ocupó la primera magistratura se comportó como un empresario-presidente? Las respuestas son todas afirmativas, pese a que el candidato sea enfático, no tanto en desmentir las acusaciones que pesan sobre él, sino que más empeñado en acusar a los adversarios de coludirse “canallescamente”. Como siempre, en tiempos de la manoseada posverdad, Piñera se despacha una media verdad.

Sus dichos poseen una gravedad evidente y constituyen un reconocimiento de su “confusión” (legalmente validada) entre negocios y gestión de lo público-estatal. Es más, podríamos inferir, sin mucho esfuerzo, que si no estuviera querellado o fuera hoy mal vista su particular ética, no retrocedería públicamente en su modus operandi. Tal vez, ni se daría cuenta de que su actuar no ha sido el correcto. Al contrario, seguiría insistiendo en sus comportamientos y en su modo de ver la vida pública como extensión de sus intereses privados.

No hay que ser especialmente perspicaz para darse cuenta del candidato, en las dos intervenciones arriba aludidas, confiesa, en su estilo sinuoso y descarado, que ha cometido lo que se le asigna. Sería bueno que jueces y opinión pública tomasen nota de estas revelaciones. Sería alentador que la ciudadanía no mirara para otro lado cuando las élites político-económicas no se comportan a la altura que exigen los cargos públicos.

Piñera, y varios otros de su laya, solo pueden tener lugar en nuestros tiempos de comedia. Tiempos de comedia en que los “honorables” (no todos, pero buena parte) no tienen las competencias intelectuales ni éticas para desempeñar sus cargos. Es decir, no son diferentes del vulgo. Tiempos en que allegarse al Estado es acceder a un botín que les asegure la vida.

Cuando uno escucha a Piñera candidato y genera cierta distancia crítica entre sus dichos y la comprensión de los mismos, uno literalmente dice. “Me están jodiendo nuevamente”. ¿Cómo puede hablar de probidad, de moral, aquel que ha sido apuntado una y otra vez por acciones de la misma índole? Pero eso no es exclusivo de Piñera, sino de muchos otros que aun procesados, siguen pontificando sobre las buenas maneras, sobre la honestidad y la justicia. ¿Dónde está la cámara?, podría ser la pregunta más asertiva para nuestros tiempos.

Por eso, los dichos de Piñera son un reconocimiento que el límite de lo permitido se corre aun más sin generar ni siquiera comentarios en la opinión pública. Significa que la relación dinero y política se ha naturalizado, y que solo hay que dar explicaciones cuando algún “desubicado”, las exige. Ya no hay que ser probo, ni parecerlo (Maquiavelo se retuerce en su tumba).

No se trata de un mero reproche moral. Se trata de algo mucho más concreto: que en su discurso de proclamación, el candidato reconoce, probablemente por primera vez sus vicios. Entonces, ¿qué podemos esperar de este aspirante aventajado a la presidencia de Chile? Nada, decimos enfáticamente, porque las esperanzas funcionan en quienes alguna vez han albergado tan noble sentimiento. Pero nada, también, porque Piñera es un conspicuo representante de un establishment (no solo de derecha) que asume un gatopardismo: cambiar poco para que nada cambie de verdad. Por eso es hora de mirar a otros “frentes”, incluso a riesgo de que equivoquemos en ese gesto. Es hora de patear el tablero, de pensar de otro modo.

Finalmente, algunos, tendremos que armarnos de paciencia para seguir escuchando las bravuconadas de Piñera –y de otros y otras que también comparten su ethos. Pero les pido una cosa: no nos roben a Violeta.

Léenos en Google News

Notas relacionadas

Deja tu comentario

Lo más reciente

Más noticias de Opinión