El rechazo de la acusación constitucional en contra de Diego Pardow amerita una reflexión más allá de las implicancias del caso concreto. Tras el retorno a la democracia, la política ha mostrado escaso interés por conducir un debate razonado sobre la prudencia y responsabilidad que resultan indispensables para el ejercicio adecuado de la herramienta fiscalizadora.
Frente a cada acusación ventilada a partir de 1990 en adelante, se discute como si fuera la primera vez, si ella debe descansar sobre reproches técnicos y jurídicos, o si en cambio ha de obedecer a criterios de orden político, como si lo segundo no tuviese relación con lo primero, planteando un dilema falaz. Muchos parlamentarios, además, cambian de opinión al respecto, según la posición que les toca ocupar, como camaradas políticos de acusadores o de acusados.
Lo cierto es que, si bien las evaluaciones jurídico-constitucionales de la Cámara y el Senado son diferentes, ambas incluyen un componente ético-prudencial fundamental, distinto de cualquier otra calificación jurídica civil, penal, y administrativa que pueda proceder respecto de los mismos hechos impugnados. La única pregunta que en realidad debe responder cada senador, y que como órgano colegiado responde el Senado por mayoría, es si las acciones/omisiones de la autoridad cuestionada perjudican la confianza pública sobre el imperio de la ley en democracia. ¿Afectan ellas la percepción ciudadana sobre el efectivo respeto que la autoridad debe guardar por el Estado de Derecho en la democracia constitucional? Antes que el Senado, la Cámara habrá tenido que resolver si los antecedentes de hecho que le sirven de sustento han sido acreditados y en caso favorable, tienen una entidad tal que haga razonable que el Senado responda la pregunta señalada. Todo lo anterior, finalmente, busca resguardar o restaurar, según sea el caso, la confianza ciudadana en la probidad de quienes gobiernan; la honra, por así decirlo, de la institucionalidad democrática.
Es fácil apreciar que la complejidad de la acusación constitucional como herramienta de fiscalización entre poderes del Estado no es de índole jurídica ni técnica como el debate parece sugerir. La única, aunque no menor dificultad de este sistema de control descansa en el respeto por el Estado de Derecho que los propios parlamentarios sean capaces de demostrar al ejercer sus funciones fiscalizadoras. ¿Son capaces de ejercerlas en propiedad o es ello improbable atendida la degradación que experimenta nuestro sistema político actual? La equivoca tramitación y el accidentado rechazo de la acusación en contra de Pardow son una nueva muestra de una falta de pudor parlamentario, especialmente grave en un escenario de polarización donde los vientos populistas soplan con fuerza. La nueva degradación institucional que ha sufrido la AC hoy parece sugerir que el nuevo Congreso haría bien en evaluar seriamente su derogación a partir de marzo, ya que hoy no existe, lamentablemente, el piso mínimo de ética política requerido para fiscalizar en propiedad.