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20 de Diciembre de 2018

Camilo Catrillanca, mi primo hermano

"Me sentía ignorante y avergonzado, despidiendo a un primo hermano asesinado por el Estado de mi propia nación, que ha obligado al pueblo mapuche a vivir a su modo durante dos siglos".

Por Edgard Wang
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Edgard Wang es Estudiante de 5to año de Periodismo de la Universidad de Chile.

No soy mapuche, no tengo ni el apellido ni un territorio ancestral que recuperar. Pero la realización de un documental me permitió asistir al funeral de Camilo Catrillanca. Tal fue el estremecimiento, que dejé que pasara toda la mediatización del caso para reflexionar como se debe. ¿Conclusión? El pueblo mapuche es una nación vecina, de la que tenemos mucho que aprender.

Para los que dicen que no son una nación, sino que son chilenos, díganme: ¿Cuando se le murió un familiar, se juntaron miles de personas en torno al ataúd con banderas azules con una estrella blanca en el centro?

Dígame usted chileno: ¿El guía de la ceremonia fúnebre hablaba en un idioma distinto al español?

Allí estaba yo, escuchando al abuelo de Camilo, también longko de la comunidad Temucuicui, hablando en mapuzugún. Y no entendía nada. ¿Por qué, si se supone que estoy en territorio chileno?

No estaba en un funeral como el de mi abuela, velada en una pequeña iglesia con un silencio sepulcral, erguidos de negro frente al ataúd con distancia y tristeza.

En lugar de una iglesia, el ataúd de Camilo era rodeado por un gigantesco perímetro de ramadas, cada una avivada por un fogón que congregaba a decenas de familias a comer y compartir. Fuera del perímetro, más y más familias apostadas en el pasto, niños jugando palín, más banderas mapuche y carteles exigiendo la salida del Comando Jungla; una totalidad que irradiaba una energía indescriptible, extraordinaria, un sentimiento de unidad.

¿Por qué nunca había presenciado un funeral así, si se supone que estoy en territorio chileno?

Tras la ceremonia guiada por el longko Catrillanca, hubo un espacio para líderes históricos del pueblo mapuche: Santos Millao, Héctor Llaitul, Juana Calfunao, Aucán Huilcamán, José Huenchunao. Mi cuerpo temblaba después de cada discurso. Los aplausos y gritos me desbordaban. Y con ese mismo vigor, comenzó la multitudinaria procesión hacia el cementerio.

Allí estaba yo, caminando entre miles por cientos de hectáreas recuperadas. Entre esas conversaciones de paso, le pregunté a una familia mapuche de donde eran, y si conocían a los familiares de Camilo o venían por solidaridad.

“Somos mapuche, por aquí todos somos hermanos”. La mujer hizo una pausa, y agregó: “¡Y tenemos primos hermanos también!”, mirándome con una sonrisa cómplice.

No supe qué responderle. Aún con la amabilidad que recibía, me sentía fuera de lugar. Pero cuando la procesión llegó al cementerio, por cierto también diferente, me acordé de mi primo hermano, quien vive a una cuadra de mi casa. Nos criamos juntos, pasábamos los días jugando en la misma plaza, compartiendo las mismas fiestas familiares, las mismas aventuras. Y hasta el día de hoy mantenemos una profunda relación. Nunca en mi sano juicio derribaría la puerta de su casa, despojándolo del lugar donde ha vivido toda su vida y obligarlo a ir a la misma escuela que yo, que hable igual que yo, que camine igual que yo, que piense y habite el mundo igual que yo.

Me sentía ignorante y avergonzado, despidiendo a un primo hermano asesinado por el Estado de mi propia nación, que ha obligado al pueblo mapuche a vivir a su modo durante dos siglos.

Lo más grave es que, a pesar de todas las diferencias culturales, ambas naciones tenemos la misma sangre, compartimos parte de la misma historia, y por sobre todo, un mismo problema: un Estado a merced del mercado globalizado, incapaz de hacerse cargo de los problemas de fondo

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