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La reforma pendiente del Estado: valentía para lo impopular

Chile necesita un Estado ágil, digitalizado, capaz de articularse con el sector privado para promover productividad, crecimiento, salud eficiente, educación de calidad e igualdad real.

En Chile todos hablan de la necesidad de una reforma del Estado, pero nadie la enfrenta. Es una tarea titánica, ingrata y, sobre todo, profundamente impopular. No suma votos: los resta. Quien decida asumirla tendrá que estar dispuesto a pagar el precio político y personal de ver debilitada su proyección, aun cuando logre dejar un legado histórico.

Hoy tenemos un Estado que más parece un elefante blanco: grande, rígido, lento. Un aparato que muchas veces se interpone entre la ciudadanía y las soluciones, en lugar de garantizarlas. El problema no es solo de tamaño; es de diseño. Con estructuras duplicadas, ministerios superpuestos y servicios que trabajan de manera descoordinada, la consecuencia es ineficiencia y frustración.

Reformar el Estado no significa “cortar grasa”, como repite cierta derecha simplona que reduce todo a slogans. Esa caricatura desconoce el trabajo de miles de funcionarias y funcionarios que sostienen día a día el funcionamiento del país. Pero tampoco se puede negar lo evidente: existen duplicidades y programas redundantes que deben simplificarse, ministerios que podrían integrarse en carteras más robustas y servicios que deben modernizarse o desaparecer.

Al mismo tiempo, hay un desafío más profundo: enfrentar la cooptación de segmentos del aparato público. Hay funcionarios que saben que, cuando paralizan, no afectan a las élites ni a los poderosos, sino a los chilenos y chilenas más humildes. Son ellos quienes sufren cuando se cierran consultorios, se suspenden clases o se retrasan subsidios. Ese poder de veto corporativo ha convertido al Estado en rehén de intereses particulares y genera un costo social enorme.

La modernización no puede seguir postergándose. Chile necesita un Estado ágil, digitalizado, capaz de articularse con el sector privado para promover productividad, crecimiento, salud eficiente, educación de calidad e igualdad real. No se trata de un lujo técnico ni de una obsesión de especialistas: es una condición de posibilidad para que cualquier política pública funcione.

La paradoja es que todos saben que esta reforma es urgente, pero nadie quiere liderarla. Porque duele, porque genera resistencias, porque enfrenta a intereses enquistados y porque, en política, lo inmediato suele imponerse a lo trascendente. Sin embargo, el costo de la inacción ya lo estamos pagando: cada día que pasa sin cambios, son los sectores más pobres de Chile los que cargan con un Estado que no responde.

Reformar el Estado es, en definitiva, un acto de valentía política. La historia recordará no a quien repita slogans fáciles, sino a quien se atreva a poner orden, simplificar estructuras y devolverle eficacia y legitimidad a la función pública. Puede que ese liderazgo no termine en un futuro brillante para quien lo ejerza. Pero, sin duda, sería un legado duradero para Chile.

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