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Populismo versus moderadismo

Los moderados parecen atrapados en una confusión absurda: creen que la mesura y el sentido de urgencia son excluyentes. El deseable gradualismo se transforma en obstáculo cuando una reforma tarda una década en concretarse. La gente privilegia hoy la acción y la concreción.

Si le prometen que el crimen organizado se erradica aplicando el Estado de derecho con mano firme y sin nuevas leyes, solo con voluntad, ¿le parece atractivo? Probablemente le suene al menos más convincente que la alternativa de llegar a un gran acuerdo, incluso con adversarios, sabiendo que algunas propuestas se frenarán. Las soluciones perfectas siempre suenan más atractivas que las inciertas. Esa es la definición más aceptada de populismo: respuestas fáciles a problemas difíciles.

Pero no quiero hablar del populismo, sino del “moderadismo”. La prudencia y la templanza son virtudes, pero pueden volverse abusivas cuando se instalan desde una cierta superioridad moral, descalificando al “populista” y asumiendo el papel de adulto responsable. El moderado, con tanta experiencia y tantas derrotas acumuladas, corre el riesgo de conformarse con poco y perder energía. En esta espera eterna, dos peligros crecen: que se impongan propuestas extremas y que la democracia se degrade hasta volverse desechable.

La democracia liberal lo está pasando mal en buena parte del mundo. Su valor cae porque produce autoridades que no cumplen expectativas. Y los moderados parecen atrapados en una confusión absurda: creen que la mesura y el sentido de urgencia son excluyentes. El deseable gradualismo se transforma en obstáculo cuando una reforma tarda una década en concretarse. La gente privilegia hoy la acción y la concreción, incluso si para ello debe ceder libertades o incluso traspasar límites. Y ese ya es un terreno tan triste como peligroso.

La revolución digital cambió la forma de comunicarse y acortó los tiempos de espera. La democracia —que también es comunicación— debe adaptarse para seguir siendo la mejor opción, o al menos una opción.

La migración venezolana en Chile es un ejemplo. Lo que comenzó como un gran aporte humano y profesional terminó asociado a bandas criminales. Por falta de visión y/o coraje, la política observó el fenómeno con paciencia y discusiones ideologizadas sin hacerse cargo de manera perentoria y seria. Hoy el tema está desbordado y en el campo de batalla electoral, sin espacio para razonar con mirada de largo plazo. El expresidente colombiano Iván Duque, un político de la derecha dura de su país, enfrentado al ingreso inevitable de millones de vecinos que arrancaban de Maduro, me explicó en una entrevista su mirada pragmática: abrir la frontera y documentar a todos los migrantes desde el ingreso. Pragmatismo.

Chile pasó de recibir vuelos con turistas que sabíamos que venían a quedarse, a un cierre casi total que fomentó la inmigración ilegal, donde se colaron los delincuentes.

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