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Chile y la política de la placa sobre placa

Hoy miramos atrás y la pregunta es inevitable: ¿podemos recuperar ese orden perdido, esa institucionalidad que alguna vez fue motivo de orgullo? La respuesta no está en refundar todo de nuevo ni en abrazar los extremos —ya sabemos a dónde llevan esos experimentos—, sino en recuperar la seriedad de la política, la responsabilidad en el uso del poder y la confianza en que las reglas están para cumplirse, no para acomodarse al humor del día.

Andrés Velasco dice que la política se fue al carajo, y sí, tiene mucho de verdad su declaración. Hemos sido testigos de la degradación de la política y, por consiguiente, de la institucionalidad. La República de Chile está lejos de aquella que fue, donde existía orden, progreso y trabajo. Donde las instituciones se respetaban, la ley se aplicaba y nos sentíamos orgullosos de Carabineros. Ese Chile, lamentablemente, hoy parece muerto… o al menos moribundo.

Prefiero pensar que está moribundo, porque aún hay fe y esperanza de que podamos retomar el camino correcto. Pero, sin necesidad de ser experto en política, creo que todo se fue al carajo con la reforma electoral impulsada por la ex presidenta Michelle Bachelet.

Ahí comenzó un ciclo que abrió la puerta a la atomización partidaria: el acceso a financiamiento público y los cambios que facilitaron la conformación de partidos derivaron en la imposibilidad de construir mayorías reales y en la permanente negociación con micropoderes. La política dejó de ser conducción y se transformó en transacción. En ese momento empezó la erosión: el Congreso se llenó de caudillos locales, de partidos de papel, candidatos que buscaban un cupo para dejar atrás la ideología que los hizo ganar y de liderazgos más preocupados de las redes sociales que de los problemas reales de la gente.

Desde ahí, el deterioro fue acelerado: procesos constituyentes fracasados, autoridades sin legitimidad real, violencia instalada como método de presión (con un pie en la calle) y una ciudadanía cada vez más desconectada de quienes dicen representarla. Parte de la política dejó de dar respuestas y se dedicó a administrarse a sí misma, como un fin en lugar de un medio.

Y ahora, como guinda de la torta, vemos un nuevo síntoma de esta decadencia: el Gobierno cambiando placas para apropiarse de obras iniciadas en gestiones anteriores. Lo ocurrido en Alto Hospicio —denunciado con razón por la senadora Luz Ebensperger— es un ejemplo burdo y ridículo de esta “política de la placa sobre placa”. Un acto reñido con las reglas del juego democrático, que roza la apropiación indebida y deja en evidencia la precariedad de un Gobierno que partió culpando de todo al anterior y que, como ya no le queda qué criticar, opta por usurpar sus logros.

Hoy miramos atrás y la pregunta es inevitable: ¿podemos recuperar ese orden perdido, esa institucionalidad que alguna vez fue motivo de orgullo? La respuesta no está en refundar todo de nuevo ni en abrazar los extremos —ya sabemos a dónde llevan esos experimentos—, sino en recuperar la seriedad de la política, la responsabilidad en el uso del poder y la confianza en que las reglas están para cumplirse, no para acomodarse al humor del día.

Porque si algo nos ha enseñado este declive es que, cuando la política se degrada, lo que se degrada no es solo ella, sino la vida de todos.

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