Una figura política hace unas semanas relacionó el uso de paracetamol con el trastorno del espectro autista (TEA). Estas declaraciones, carentes de base empírica, conforman un grave nuevo episodio de desinformación que daña a la salud pública y que exige una respuesta desde el rigor científico y una mirada ética.
El 25 de septiembre, un comunicado de la Organización Mundial de la Salud (OMS) insistió en que actualmente no existe evidencia científica concluyente alguna que confirme un posible vínculo entre el autismo y el consumo de acetaminofén (también conocido como paracetamol) durante el embarazo.
Desde una perspectiva farmacológica, el paracetamol es uno de los medicamentos con mayor perfil de seguridad estudiado. Su mecanismo de acción, farmacocinética (significa como un fármaco se comporta en nuestro organismo en sus diversas etapas de absorción, distribución, metabolismo y eliminación) y sus efectos adversos han sido exhaustivamente estudiados durante décadas.
Las principales agencias reguladoras del mundo, como la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA) y la Agencia Europea del Medicamento (EMA) lo consideran un medicamento seguro de primera línea para el dolor y la fiebre, tras evaluar exhaustivamente la evidencia disponible.
Es crucial precisar que, si bien ningún fármaco es completamente inocuo, el perfil de riesgo del paracetamol está bien definido: se limita principalmente a reacciones de hipersensibilidad poco frecuentes y a la hepatotoxicidad (daño al hígado por sustancias tóxicas) asociada a la sobredosis. La afirmación de que su uso causa TEA no se encuentra en ninguna de estas categorías y no está respaldada por la literatura científica robusta y replicada.
Respecto a los estudios observacionales que exploran una potencial asociación entre la exposición prenatal al paracetamol y el neurodesarrollo, es imperativo interpretarlos con extremo cuidado y cautela. La gran mayoría de estos estudios presentan limitaciones metodológicas inherentes, como factores de confusión residuales y sesgos de medición, que impiden establecer una relación causal. Por tanto, el consenso científico actual, basado en la ponderación de toda la evidencia disponible, no avala dicha causalidad.
Atribuir el TEA, una condición neurodivergente de etiología multifactorial, a un único fármaco de uso común, representa una simplificación peligrosa y una estigmatización de las personas en el espectro y sus familias, que por años han luchado por la comprensión, aceptación y apoyo de la comunidad científica y civil frente a todas las necesidades que aún nos faltan como sociedad para y con ellos, en especial el respeto.
Las consecuencias de esta desinformación son tangibles y graves: genera alarma social injustificada, promueve la desconfianza hacia los profesionales de salud y puede llevar a la suspensión de tratamientos necesarios, poniendo en riesgo la salud de la población. En Chile ya sabemos lo que significa la desinformación. Durante la pandemia, las redes sociales, ciertas figuras políticas y autodenominados “expertos” pusieron en riesgo la salud pública con mensajes falsos y peligrosos. Si no enseñamos a la población a distinguir entre este tipo de opiniones y la evidencia científica, estos discursos seguirán dañando nuestra confianza y nuestra salud como sociedad.
En conclusión, el manejo de la información en salud debe regirse por el principio de precaución y la evidencia científica, no por opiniones infundadas. Instamos encarecidamente a la ciudadanía a que consulte siempre a su médico (a), matrón o matrona y enfermera (o) para cualquier duda terapéutica, y a los líderes de opinión a que ejerzan su influencia con la responsabilidad que exige el derecho fundamental a una información de salud veraz.