Alguna vez Evelyn Matthei militó en el mismo partido que José Antonio Kast, que era el mismo partido de Andrés Allamand, de Sergio Onofre Jarpa y de Jaime Guzmán. El partido se llamaba Renovación Nacional y su objeto era reunir bajo un mismo techo a todos los que habían apoyado el régimen de Pinochet, con la esperanza de enfrentar juntos —aunque no revueltos— el plebiscito de 1988.
La convivencia fue imposible. Las diferencias ideológicas, los estilos de conducción y la sola duda ante una elección interna bastaron para que el partido estallara en dos. Eso puede pasar en las mejores familias. Lo que no es propio de las mejores familias —aunque sí es habitual en quienes creen ser parte de ellas— son las patadas, los escupos, los muebles usados como armas arrojadizas. A la violencia y los insultos se sumó el clasismo. Por eso de inmediato a Pablo Longueira, uno de los que intentó entrar a la mala a la sede del partido, se le apodó “Pungueira”.
Evelyn Matthei, esa vez, se quedó en Renovación Nacional convertida en su rostro más joven, moderno, liberal y elocuente. Pero la paz no iba a durar. Enredada en un sórdido caso de espionaje político destinado a destruir a Sebastián Piñera, compañero de partido y amigo de casi toda la vida, terminó por marcharse a militar en la UDI. Pero el mismo Piñera, víctima de esa operación que incluyó grabaciones ilegales del Ejército, filtraciones a la prensa y la célebre frase donde él se refería a ella como una “niñita indecisa”, fue quien más tarde rescató a Evelyn del limbo político para convertirla en candidata presidencial. Y luego en ministra.
Una de las características menos analizadas del canibalismo de derecha es su extraña capacidad de perdón. No de reconciliación, sino de olvido práctico. Porque el mismo poder que lleva a destrozar a tu mejor amigo, o peor enemigo, limpia las heridas para permitirte seguir jugando el juego. Eso mientras se gobierna, porque cuando están en periodo de elecciones todo perdón, toda complicidad, todo pacto, se va a las pailas.
Uno podría decir, sin exagerar, que lo que más derrotas ha traído a la derecha —derrotas impensables, chascarros en la puerta del horno— es justamente su obsesión por ganar. Eso y lo que viene después: su incapacidad para saber perder. La mayoría de los bochornos más visibles de la derecha —peleas en la sede, secuestros simulados, candidatos salidos de la nada, videos infamantes— ocurren cerca de las elecciones. No tienen por objeto convencer a los electores de las bondades de un candidato o candidata, sino obligar al contrario a bajarse. Se trata de dejarle claro que si sigue, su vida —no solo política— va a ser un infierno. Esa es, quizás, su principal fuerza: como el fuego amigo es tan nutrido, cuando salen de sus propias trincheras hacia las del enemigo, las balas ajenas ya no les hacen mella. Están curtidos. Vacunados. Heridos de antemano. Eso, claro, si no han muerto antes del combate a manos de sus mejores amigos.
Pero hay motivos históricos e ideológicos más profundos que explican la tendencia de la derecha chilena a fagocitarse, rebelarse, asesinarse simbólicamente —y a veces no tanto—, y a sospecharse casi siempre. Nadie los expuso mejor que Alberto Edwards Vives en La fronda aristocrática (1928). Ahí comparó la política chilena con la fronda francesa del siglo XVII: una rebelión de nobles, apoyados ocasionalmente por el pueblo, que buscaba impedir que el joven Luis XIV asumiera el poder absoluto.
La Fronda murió cuando el niño rey se hizo adulto y afirmó su autoridad con la frase que aún retumba: L’État, c’est moi. Esa imagen —el monarca que ordena, domina y calla el bullicio de los príncipes— fue, en cierto modo, lo que Alberto Edwards añoró para Chile. Creyó verlo, fugazmente, en la figura de Carlos Ibáñez del Campo: un poder fuerte, impersonal, vertical, capaz de contener los impulsos destructivos de la aristocracia local, siempre propensa a disputarse los restos del trono, incluso cuando el trono no existe.
Pero para la aristocracia, justamente, todo es personal. En Chile, donde nunca hubo títulos nobiliarios coloniales y por mucho tiempo no hubo ni gran riqueza ni verdadera sofisticación, la existencia misma de una aristocracia parece un contrasentido. Pero no para Alberto Edwards. Él no discute su existencia: la da por sentada. Porque, para él, la aristocracia chilena no necesitaba blasones ni castillos. Bastaba con un espíritu, una forma de habitar el poder —intensamente personal— y una incapacidad esencial para adaptarse a cualquier forma de mando que no emanara de su propio estatus.
Ese “espíritu aristocrático”, según Edwards, es el que explica que la elite chilena pudiera ser liberal, federalista, incluso republicana, sin dejar nunca de ser oligárquica. Capaz de oponerse al rey, siempre que el rey no fuera uno de los suyos y si era uno de los suyos, entonces “¿por qué yo no?”.
Por eso, en el siglo XIX, la clase media —cuando aún era apenas un germen— se alió con los Pelucones, los conservadores. Tras la ruptura con la Iglesia bajo Manuel Montt, se rebautizó como “Nacional”. Las diferencias políticas eran muchas, pero no alteraban el estilo de vida, ni la administración de las ha ciendas, ni los lazos familiares entre los bandos. Se enfrentaban en nombre de principios, sí, pero también por herencias, rencores, desplantes y primas mal casadas. Por eso las guerras civiles fueron constantes: hubo al menos cuatro entre1829 y 1891. Cada una más mortífera, más fratricida.
La más cruenta fue la última. En 1891, la parte más nueva, más moderna, más bancaria de la aristocracia —esa que ya olía a puerto y a oficina— derrocó al terrateniente liberal José Manuel Balmace da, que había cometido el error de poner a algunos “siúticos” en el gabinete. El saldo: 4.000 muertos. ¿Era de izquierda Balmaceda? ¿Lo era menos que Luis Emilio Recabarren, que se le opuso?
La clásica división entre liberales y conservadores sirve apenas para esquematizar otras cien diferencias, más profundas y persistentes, que tienen que ver con una sola pregunta: ¿el gobierno debe ser fuerte y lejano o cercano y comprensible? Una cierta fibra anarquista —paradójicamente— atraviesa desde siempre a ese famoso “partido del orden”. Porque el orden, en Chile, siempre fue visto por los mismos que lo exigen como una siutiquería.
A esa división fundacional se le fueron sumando otros actores. Alessandristas de Arturo y de Jorge, Ibañistas de Carlos, radicales del sur espantados por la reforma agraria, nacionalistas proto-nazis, liberales manchesterianos, ultramontanos del padre Lira, y más tarde, gremialistas, alumnos de los Chicago Boys, nostálgicos de Pinochet y democratacristianos desencantados. Una colección de tribus políticas que comparten apenas el tono, pero no el credo. A muchos de ellos no se le perdona haber cuestionado el orden de las cosas, haber sido ellos alguna vez el peligro de esa revolución que como Godot nunca llega pero que nunca deja de estar a punto de llegar. Estos nuevos grupos al sumarse le aportaron a la derecha una de sus características más notorias: la incomodidad con su propio nombre. En Chile, pocos se llaman “de derecha” sin dudar. Todos piensan muchas cosas distintas, aunque tal vez los une el que podría ser el mayor filósofo de derecha de la historia: Quincas Borba. Este personaje, creado por Machado de Assis, dejó como legado la máxima fundacional de toda derecha: “Al vencedor, las patatas.” O en su versión más larga: “Ao vencido, ódio ou compaixão; ao vencedor, as patatas”.
Esa frase —que suena absurda y razonable al mismo tiempo— condensa una visión del mundo: las injusticias existen, sí, pero el mundo en general está bien hecho. Y si alguien gana, gana por que es un ganador. Si pierde, pierde porque es un perdedor y se le puede tratar con odio o compasión, pero no darle las patatas.
Borba, antes de morir, dejó su fortuna a su perro —también llamado Quincas Borba— y a Rubião, un joven ingenuo que solo podrá heredarla a condición de cuidar al perro. Machado de Assis empuja esta lógica hasta su límite: ¿es un vencedor ese pobre muchacho esclavizado por los deseos de un perro? ¿Son las papas —las patatas— la única señal de victoria?
La derecha, en su versión más caricaturesca pero también más pura, ha vivido durante décadas bajo la ética de Quincas Borba: el que manda tiene razón porque manda y el que obedece es libre… de obedecer. Pero incluso esa certeza se tambalea cuando el perro he redero empieza a ladrar demasiado. Y todos, vencedores o vencidos, terminan a merced de un testamento escrito en clave de farsa.
El hecho es que nadie se hace de derecha por exceso de humildad, ni por sumisión, ni por vocación de disciplina. La UDI popular —que sí cultivó esas virtudes en nombre de un proyecto concreto y despersonalizado de poder— consiguió quizás el mayor logro de la derecha chilena en este siglo: que los sectores populares votaran por ella no porque “el patrón” lo ordenara, sino por sí mismos.
El segundo gran logro fue, paradójicamente, la elección de Sebastián Piñera. Dos veces. Y no lo logró por representar a la derecha tradicional, sino por lo contrario: por no venir de la Fronda, o por venir de ese lado de la aristocracia chilena que traicionó su ethos, se acercó a los curas y se disfrazó de clase media. Esa derecha de parroquia buena onda, de familia que se enorgullece de no tener armas ni hacienda.
Esa es quizás la esencia de la cruz que carga la derecha: sabe que la mayoría piensa hoy como ellos, que la rueda de la fortuna esta de su lado, pero se le pide -para conseguir las “patatas”- dejar de ser sí mismo sin dejar de serlo totalmente. Para vencer tienen que dejar el odio y creer en la compasión. Y después, solo después, vendrán las patatas.