La cultura chilena bajo el Gobierno de Gabriel Boric se parece a una gran tumba asiria: todo parece posible y, al mismo tiempo, nada lo es. El mejor símbolo de esto es TVN, que vive de arrendar estudios para fiestas y películas ajenas, cumpliendo con envidiable fidelidad el aforismo atribuido a Eugenio Tironi: “La mejor política cultural de un gobierno es no tener política cultural”.
Un presidente rodeado de artistas, músicos y escritores —lector empedernido, escritor frustrado, amigo de actores como Mario Horton y Elisa Zulueta— ha logrado lo impensable: que su pasión por la cultura no se le contagie a nadie, que su amor por las artes sea un fenómeno personal que no implicó absolutamente nada. Salvo un gobierno preocupado de conseguir en seguridad o macroeconomía los aplausos que decidió dejar pasar en los teatros y cines del país.
Se esperaba que este presidente se vengara de las impotencias del poder lanzándose a reinventar la cultura. Si no podía cambiar el modelo económico, podía cambiar el paisaje simbólico en que éste se desenvuelve. Si no podía cambiar la historia, podía contarla mejor en un canal público que no fuese la copia deficitaria de los canales privados. Pero no pasó nada. Incluso pasó menos que eso.
Nada saca la última ministra del ramo, Carolina Arredondo Marzán, con enumerar, con su voz perfectamente calibrada de actriz, una lista de supermercado de proyectos de leyes y presupuestos improbables. Sus enumeraciones no despejan la sensación generalizada de estancamiento y falta de dirección.
“Contra Piñera estábamos mejor” es la frase que nadie se atreve a pronunciar en un ámbito cultural vuelto monotemá tico, quejoso y condescendiente. Contra Piñera, todos unidos detrás de la barba profética de Raúl Zurita, los artistas consi guieron algo que hoy resulta impensable: destituir a un ministro de Cultura. Mauricio Rojas apenas duró un fin de semana en el cargo. Anuló un par de contratos, se fue a almorzar y a pasar el fin de semana en familia…y no volvió. Bastaron para derribar lo sus declaraciones previas sobre derechos humanos. Rudo y nada sutil, creyó —como tantos conversos— que haber militado y haberse exiliado igual que muchos de los que le contestaban, le daba el derecho a dirigirlos. Que bastaba ser uno de ellos. No sabía que, en cultura como en cualquier ejército que se respeta, se fusila a los traidores, no por odio o rencor sino por el bastante realista temor a que su ejemplo sea contagioso.
La cultura de “los abajo firmantes” se refugió en el Museo de la Memoria para señalar su territorio: el dolor de la dictadura, el recuerdo de las heridas. Allí, en ese dolor, nació también el arte conceptual del CADA, el rock de Los Prisioneros, las acciones de arte de las Yeguas del Apocalipsis, el teatro de Radrigán y Griffero. Es decir, los clásicos. La dictadura como fundación, el golpe como acta de nacimiento.
Por eso resultó desconcertante la discreción con que el gobierno conmemoró los 50 años: series flojas, libros repetitivos, obras recicladas. La renuncia bajo presión de Patricio Fernández como asesor presidencial fue lo más ruidoso del aniversario, aun que no hubo manifestaciones de los abajo firmantes. Silencio en las filas. Incluso escritores chilenos que suelen visitar el tema de la dictadura —pienso en Nona Fernández o Alejandro Zambra— se abstuvieron de escribir sobre los 50 años.
¿Dónde se fue la energía de aquellos actores, músicos y escritores que, detrás de Zurita, derribaron a Rojas? Pasó el estallido y pasó la Convención: dos tierras prometidas que dejaron al mundo cultural en el desierto más implacable que se recuerde. Está pasando también el gobierno de Boric, y con él la ilusión de que, por fin, uno de los nuestros gobernaba. Se nos olvidó algo esencial: un escritor frustrado es, casi siempre, un político frustrante.
Piñera quiso comprarse la cultura y cortejó a Jorge Edwards y Vargas Llosa. Nombró a Roberto Ampuero en Relaciones Exteriores, que en política exterior mostró la impredecible imaginación que le falta a su prosa (aunque como ministro le faltó lo mismo que le falta como escritor: ser verosímil).
Boric, en cambio, no necesitaba conquistar a nadie: la cultura se rindió a sus pies sin pedir nada. Pero el mundo que heredó no era el de los manifestantes entusiastas que derribaron a Rojas, sino un ecosistema de colectivos que habían aprendido a desconfiar del talento individual. RECH (Red de Escritoras Chlenas), RAUCH (Red de Autoras de Chile), Lastesis, Mil M2, Cielos Abiertos, Yeguada Latinoamericana, Cooperativa de Editoriales Independientes, por dar sólo algunos ejemplos. Grupos que primero se rebelaron contra el individuo y luego —casi inevitablemente— contra el talento. Una nota personal: en noviembre de 2019 fui convocado a una asamblea de escritores para pronunciarnos sobre el estallido. Nos reunimos en la Casa Central de la Universidad de Chile, dirigidos por Nona Fernández y Jaime Huenún. Surgieron ideas, manifiestos, un cuento colectivo, una gran novela en proceso que íbamos escribiendo todos en red. Un joven interrumpió, cubriéndose con una mano uno de sus ojos, para advertir que cualquier lucimiento individual violaría el dolor de los ojos mutilados. Advertidos, no hicimos nada concreto.
Si algo explica la mediocridad de muchas obras sobre el estallido y el mayo feminista es ese miedo a ofender al colectivo. Una mirada satisfecha que coincide con el turismo lingüístico lleno del ingenuo-ingenio de Andrés Montero, quizás la voz más visible de esos tiempos. Limpia, la novela que con más éxito de crítica y lectores reflejó eso mismo, padece del turismo social de Montero, de un maniqueísmo pedagógico, recordando al realismo socialista soviético. Pinochet se hizo vampiro. El feminismo, coreografía.
Bellas Artes cierra el gobierno con dos buenas exposiciones —Monvoisin y Matta—, dos números seguros que podrían estar en cualquier gobierno, como la programación de TVN, solo que ahora acompañada de un déficit inaudito que pone por primera vez su existencia en algo más que dudas.
Y, sin embargo, alguien podría encontrar en el desparpajo pobre y gentil de las películas Historia y Geografía, People in the Dragon o Denominación de Origen algo del espíritu de la época: una manera de
mirar a Chile —sus ganas y sus miserias— sin grandilocuencia, desde la sátira y la ternura. Algo que podríamos llamar la cultura Boric, o la cultura bajo el reino distraído y gentil del príncipe Gabriel. Provincianas hasta el tuétano, estas nuevas comedias chilenas están, sin embargo, abiertas al mundo. Tan fuera de contexto y tan cercanas como las no velas de Labatut que solo pueden haber sido escritas por un chileno, pero uno que aprendió a serlo en Holanda y en inglés.
Un aire fresco que también se respira en Futrono, de Cecilia Armijo; Clandestino, de Salvador Young; Call Center, de Pilli Arteaga; Carmen, de Romina Pistola; Agua Fuerte, de Simón Soto; Kramp, de María José Ferrada o Cuando no éramos nadie, de Francisco Díaz Klaassen. O en el ensayo Negocio Familiar, de Álvaro Campos.
Estos y otros artistas parecen ya no vivir anclados a la memoria ni a la nostalgia, sino en un mundo donde lo único seguro es que nada es seguro. Mientras tanto, el resto del campo cultural vive con razón temeroso de que, si la derecha radical llega al poder, recorte todos los presupuestos. Muchos proyectos interesantes —y otros tantos muy prescindibles— cuelgan del hilo frágil de una batalla cultural que desprecia todo lo que los mortales llamamos cultura.
Lo único que sabemos quienes no podemos vivir sin ella es que, probablemente, sobrevivirá. Y quizá en los obstáculos que la esperan encuentre las respuestas que quienes decían amarla —pero nunca la miraron a los ojos— no supieron entregarle a tiempo.