En la década de los sesenta y setenta, el móvil de la violencia en Latinoamérica era ideológico. De un lado estaban las guerrillas marxistas o guevaristas surgidas tras la revolución cubana -cerca de 40 entre 1959 y 1980- y del otro la represión de los Estados que asumían la Doctrina de Seguridad Nacional, donde el enemigo interno justificaba ejecuciones sumarias, torturas y desapariciones.
Unos para transformar el orden social y los otros para mantener el existente.
Es difícil cuantificar las víctimas de la Guerra Fría en Latinoamérica. El rango es amplísimo: entre 600 mil y más de 1 millón de muertos y desaparecidos. Mientras algunos países tienen cifras sólidas y confiables, otros tienen estimaciones muy inciertas. Entre 1960 y la década de los noventa, en Guatemala bordean los 200 mil. El Centro Nacional de Memoria Histórica e Colombia sumó aproximadamente 220 mil. La Comisión de la Verdad de Perú casi llegó a los 70 mil. En El Salvador calculan 75 mil. Argentina, entre 22 mil y 30 mil. Y, en Chile,según el Informe Rettig, 2.279. Nicaragua, Brasil, Uruguay, México, Bolivia, Paraguay, Honduras y Centroamérica en general agregan varias decenas de miles a la lista. La Operación Cóndor hizo un “aporte significativo” a esta historia macabra.
A fines de los setentas, y durante los ochentas, ese orden criminal comienza a resquebrajarse. La represión aniquila a buena parte de las guerrillas urbanas del Cono Sur. En Centroamérica y Los Andes, la guerra se empantana. El modelo socialista pierde brillo tras la burocratización soviética y el fracaso económico de Cuba. La caída del Muro de Berlín se aproxima. El marxismo deja de ofrecer horizontes. Las dictaduras militares y luego las democracias neoliberales promueven el mercado y reducen el Estado. Se desmantelan redes sindicales, agrarias y comunitarias que antes contenían la frustración social. Las comunidades que antes apoyaban a las guerrillas comienzan a luchar simplemente por su sobrevivencia.
La pobreza, el desplazamiento y la falta de futuro empujan a la población hacia economías ilegales. De este modo, la violencia se vacía de ideología y se llena de pragmatismo: son los mismos fusiles quienes siguen ahí, pero ya no al servicio de una utopía, sino de un mercado que le da la espalda: cocaína, armas, minería ilícita, trata de blancas. Se privatiza la violencia y los excombatientes de todo tipo, militares y subversivos, se reciclan en servicios de seguridad privada o pasando a formar parte de bandas criminales. Dejan de ser combatientes para volverse sicarios.
La transformación no fue abrupta. Los territorios donde operaban guerrillas o fuerzas contrainsurgentes —selvas, fronteras, zonas rurales— se vuelven propicios para cultivos de coca, marihuana o amapola. Las rutas de abastecimiento y redes de inteligencia comienzan a usarse para el tráfico. En Colombia, las FARC, el ELN y los paramilitares (AUC) conviven con el auge de los carteles de Medellín y Cali. Comienzan imponiendo impuestos al narcotráfico para luego integrarse plenamente en él. Las violencias revolucionarias, contrainsurgentes y criminales se mezclan hasta volverse indistinguibles.
El narco adopta los códigos del caudillo y del revolucionario: paternalismo, discurso antiélite, culto al coraje. Mientras Pablo Escobar desafía al gobierno, el cartel de Cali se mimetiza con él. Ambos prosperan en territorios donde el Estado está militarizado, la política desacreditada y la desigualdad es estructural.
La desmovilización de ejércitos y guerrillas deja cesantes a miles de hombres jóvenes entrenados en armas. En El Salvador y Guatemala, los exmilitares se incorporan a las maras o redes de contrabando. Los antiguos jefes políticos son reemplazados por los capos; los territorios liberados, por los territorios controlados. Las consignas justicieras pierden su sentido y el sueño redentor es sustituido por la posibilidad de ganancias concretas, calculadas en efectivo. Las guerras terminan, pero las armas quedan.
El Comando Vermelho, tan comentado en estos días, nace de la reunión de presos políticos y delincuentes comunes en las cárceles de Brasil durante la dictadura militar. Los presos comunes aprendieron de los políticos el modo de organizarse, mientras que los políticos aprendieron las redes informales del crimen. Su lema inicial fue Paz, justicia y libertad, y su primer objetivo, la autoprotección al interior de la prisión, recaudar fondos para intentar fugas, defenderse de abusos penitenciarios y generar solidaridad interna. En los años 80 comenzó a extender su influencia en las favelas de Río de Janeiro.
Se involucraron en robos, secuestros, extorsiones y tráfico de drogas, para derivar al control de territorios, la administración informal de “justicia”, el cobro de “vacinas” (extorsión) y la imposición de normas dentro de las favelas. Con el tiempo dejó de operar únicamente en Río para expandirse a otros estados como Amazonas, Pará, Mato Grosso… Según artículos recientes, el Comando Vermelho penetró la triple frontera de Brasil, Colombia y Perú en la Amazonía, y estaría operando conjuntamente con grupos criminales colombianos y peruanos.
Probablemente todo esto pasa porque Latinoamérica no solo es el continente más violento, sino también el más desigual. Según el Banco Mundial, posee en promedio el más alto coeficiente Gini del planeta. Sus pobres cada día creen menos en la posibilidad de una sociedad justa. Demasiadas desilusiones han terminado por convencer a muchos de que las promesas de la política son harto menos efectivas que las de las de las organizaciones delictuales. En vez de confiar en un estado virtuoso, mejor prescindir de él. El capitalismo ganó la Guerra Fría y a falta de un enemigo claro, hoy tiene que vérselas consigo mismo.
En México, desde el gobierno de Felipe Calderón a nuestros días, la Guerra contra el Narco ha costado aproximadamente 500 mil vidas. Si en décadas pasadas la intervención estadounidense en América Latina tenía como justificación la lucha contra el comunismo, hoy se esgrime la narcopolítica. Pero no es fácil predicar la democracia en un continente donde las ideologías pasan, pero la injusticia y la violencia permanecen.