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Del fin de los pitutos a la pitutocracia

Quizás el problema nunca fue el pituto en sí, sino quién lo ejercía. Porque al final del día, el Estado no se transformó en un espacio más transparente, más justo o más meritocrático. Solo cambió de manos. Y con ello, cambió también el tono: menos pudor, más autoindulgencia y la persistente convicción de que el poder, cuando es propio, siempre está justificado.

Uno de los grandes activos simbólicos con los que llegó este gobierno fue la promesa de superioridad moral. No era solo un recambio político: era, según su propio relato, el fin de las malas prácticas, de los abusos, de los privilegios. Entre ellos, uno especialmente detestado por la ciudadanía y repetido hasta el cansancio en campaña: los “pitutos”. Venían a terminar con la lógica del favor, del amiguismo, de la red invisible que, según denunciaban, capturaba al Estado.

El problema es que el discurso dura lo que dura la comodidad de sostenerlo. Y en este caso, fue muy poco. Con el paso del tiempo, el relato se fue esfumando, hasta quedar reducido a una consigna vacía. Hoy no solo no se terminó con los pitutos, sino que se normalizaron, a veces incluso con un intento torpe de revestirlos de épica o de legalidad administrativa. El resultado es peor: una mezcla de privilegio, improvisación y superioridad moral intacta. Los ejemplos abundan, pero bastan dos recientes para ilustrar el punto.

El primero es la idea de introducir una norma en la ley de reajuste que amarre a funcionarios del sector público. Una disposición que, bajo el pretexto de estabilidad o continuidad, termina blindando cargos y cerrando espacios a la evaluación real del desempeño. En otras palabras, pitutos con rango legal. No el favor discrecional de antaño, sino uno institucionalizado, más sofisticado, más difícil de remover y, por lo mismo, más dañino.

El segundo caso es aún más gráfico, porque conecta directamente con una de las fibras más sensibles de la ciudadanía: las listas de espera en la salud pública. La operación a la mamá de la ministra de Salud en un hospital público, alterando el orden de las cirugías programadas, es en buen chileno, el claro ejemplo de “saltarse la fila”. No importa cuántas explicaciones técnicas se entreguen, el mensaje que queda es uno solo: cuando se tiene poder, el sistema funciona distinto.

Y eso es justamente lo que este gobierno prometió erradicar. No es un hecho aislado, es una lógica que se repite. El discurso es para otros; la práctica, para los propios. La vara moral se mantiene alta cuando se juzga al adversario, pero se vuelve flexible cuando el involucrado es parte del mismo proyecto. El pituto ya no es pituto: es “confianza política”, “criterio administrativo” o “priorización clínica”.

Quizás el problema nunca fue el pituto en sí, sino quién lo ejercía. Porque al final del día, el Estado no se transformó en un espacio más transparente, más justo o más meritocrático. Solo cambió de manos. Y con ello, cambió también el tono: menos pudor, más autoindulgencia y la persistente convicción de que el poder, cuando es propio, siempre está justificado. El discurso contra los pitutos se esfumó. Lo que quedó fue algo peor: la pitutocracia con discurso moral incluido.

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Quizás el problema nunca fue el pituto en sí, sino quién lo ejercía. Porque al final del día, el Estado no se transformó en un espacio más transparente, más justo o más meritocrático. Solo cambió de manos. Y con ello, cambió también el tono: menos pudor, más autoindulgencia y la persistente convicción de que el poder, cuando es propio, siempre está justificado.

Foto del Columnista Bárbara Bayolo Bárbara Bayolo