Lo peor, creo, es que fueron dos años seguidos. Ya habíamos ido al Nacional con mi abuelo el 20 de noviembre de 1981, junto a otros 59 mil espectadores, para disfrutar de esa victoria de 1-0 ante Flamengo (tiro libre de Merello, a los 79) que llevó a Cobreloa a la definición en Montevideo (en la ida había perdido 2 a 1 en Río de Janeiro, con dos goles de Zico y descuento del mismo Merello).
Esa noche hermosa, Cobreloa, el equipo dirigido por Vicente Cantatore, había sometido con claridad al los cariocas de Paulo César Carpegiani, que tenía entre sus figuras nada menos que a Zico, Junior, Nunes y Leandro, entre otros cracks. En Montevideo, en cambio, ganaría legítimamente Flamengo con dos goles de Zico y un final bochornoso tras la agresión de Anselmo a Mario Soto. Ya estaba cerrado el partido cuando el grandote brasileño entró a la cancha a los 90 sólo para pegarle al zaguero chileno (que, convengamos, no era un pan de Dios), cruzando en diagonal directo hasta el área loína donde, sin decir agua va, le propinó un combo maletero a Soto para luego arrancar a toda velocidad hacia el túnel. Quizo la fortuna, y la justicia, que antes de llegar a la escalera de los vestuarios lo alcanzara el Jipi Jiménez y le diera la pateadura que Anselmo merecía con creces ante su ataque artero y cobarde.
Eduardo Jiménez, junto a Armando Alarcón y Victor Merello, habían sido parte del mediocampo titular de los naranjas -a veces entraba también Rubén Gómez- y la bisagra perfecta entre la defensa integrada por el arquero Oscar Wirth y los zagueros Hugo Tabilo, Mario Soto, Carlos Rojas y Enzo Escobar (que ya había sido finalista de la Copa Libertadores el 75 con Unión Española) y los delanteros Oscar Muñoz, Héctor Puebla, Jorge Luis Siviero y Washington Olivera (los dos últimos, uruguayos).
Puros ídolos (agréguele al Mocho Gómez), que con mi futbolero curso del Colegio San Juan seguimos, admiramos e imitamos durante todo el 81 (yo era Alarcón cuando jugábamos en el patio), colmándonos de emoción y expectativas al saber que el viaje de estudios de ese mismo año pasaría por Calama en camino a Chuquicamata. Obviamente, medio en secreto y ante la sorpresa de nuestras compañeras, conseguimos que el profesor jefe incluyera en el calendario de visitas el paso obligado por el estadio Municipal donde había transcurrido buena parte de la campaña de los naranjas (que, por lo demás, era el mismo color de la camiseta de nuestro colegio, de curas holandeses).
Suerte mayúscula: los funcionarios del club nos dejaron no sólo mirar sino incluso pisar la cancha, ese pasto que se había convertido en lugar sagrado pocos meses antes. Y aunque suene increíble hasta jugamos una larga pichanga ante la indignación no de los cuidadores del recinto sino, claro, de nuestras compañeras.
El caso es que al otro año, el 82, con pocos cambios (se habían sumado los delanteros Juan Carlos Letelier y Hugo Rubio) casi el mismo equipo llegaría una vez más a la final de la Copa Libertadores y otra vez se jugaría en estadio Nacional (la Confederación Sudamericana de Fútbol, por reglamento, no dejaba jugar las finales a los naranjas en la altura de Calama, debido a la baja capacidad del estadio). Esta vez, eso sí, había una gran diferencia: en el partido de ida Cobreloa había conseguido un estupendo empate sin goles ante Peñarol en Montevideo. Y el 30 de noviembre de 1982, en otra noche cálida, sólo tenía que ganar en el partido de vuelta, acá en Santiago, para coronarse campeón, así que con mi abuelo llegamos todavía más ilusionados y, por vez primera, compramos una bandera de otro equipo que no fuera Colo Colo para hacerle barra en la galería norte.
Con los trapos naranjos en las manos, esperamos la salida a la cancha de los uruguayos que eran dirigidos por Hugo Bagnulo y tenían entre sus filas a los seleccionados Diogo, Gutiérrez, Saralegui, Venancio Ramos y Fernando Morena. Lo pifiamos, claro, y les deseamos todos los males posibles.
Casi resulta, porque Cobreloa estuvo cerca de la gloria varias veces, hasta que al final, literalmente al final, en el minuto 89, un contragolpe de Peñarol encabezado por Morena terminó en gol y nos dejó a todos mudos, cabizbajos, dolidos, compungidos, destrozados. No sabíamos, en ese momento, que Dios nos tenía preparada una revancha perfecta nueve años después nada menos que con Colo Colo, que ganaría el 91, por primera y única vez, la Copa Libertadores de América para Chile. Aunque ya no sería en el estadio Nacional sino en el Monumental, inaugurado dos años antes, y, en mi caso, ya no como hincha sino como comentarista de la principal radio del país, la Cooperativa, y del principal diario, El Mercurio.
Esa noche, luego de comentar junto a Molinare y Leppé en la caseta del estadio, en Pedreros, viajé en radiotaxi a toda velocidad las instalaciones del respetable matutino, al otro lado de la ciudad, donde tendría la histórica tarea de escribir la crónica central del partido ante Olimpia, que ganaron los albos por 3 a 0. Tomé prestado un título que había leído en El Gráfico hace algunos años para titular: “Colo Colo y la historia ya no se deben nada”, cerrando así el capítulo de la esquiva Copa y vengando, finalmente, las derrotas del mismo cacique en 1973, de Unión Española el 75, y las dos de Cobreloa, el 81 y el 82.
Dos años después, el 93, ya sin mi abuelo que había muerto pocos meses antes, volveríamos a perder la opción cuando la Católica del Nacho Prieto en la banca y del mismo Wirth (otra vez), Almada, Sergio Vásquez, Mario Lepe, Lunari, Lucho Pérez, Barrera, Romero, Contreras, López, Reinoso y mis amigos Mumo Tupper, Piri Parraguez y el chico Gómez en la cancha (los últimos dos compañeros en el San Juan), cayó en dos partidos por diferencia de goles ante el Sao Paulo que dirigía Tele Santana y que tenía entre sus figuras al arquero Rogerio Ceni, a Cafú, Adilson, Rai, Toninho Cerezo, Juninho Paulista, Caté y Muller, entre otras súper estrellas.
Desde ahí hasta ahora, como usted sabe, sólo hemos vivido la sequía, una brutal sequía, sólo rota por las finales de la Copa Sudamericana del Colo Colo de Borghi, perdida el 2006, y la de la U de Sampaoli, ganada el 2011 en forma invicta y jugando como no se ha visto jugar nunca más -y quizás nunca antes- a un equipo chileno.