Fue mi primer viaje fuera de Chile. Eso es seguro, porque lo tengo anotado en una libreta y porque esas cosas no se olvidan. Era, de hecho, la segunda vez que me subía a un avión en mi vida, después de haber ido, pocas semanas antes, a cubrir un partido por el torneo local a Calama.
Llevaba ya un par de años en “La Nación”, donde trabajaba junto al ex director del “El Gráfico” Héctor Vega Onesime, a Julio Salviat, Aldo Schiappacasse, Igor Ochoa, Tito Paris, el colorado González, Juan Carlos Cordero, David Abuhadba, Harold Mayne Nicholls, Toño Prieto y el gran Tito Astorga, apodado Kid Chatarra, un genio de las frase cortas, inventor del “Graciela Letelier de Ibáñez, primera dama de la nación”, cuando daba las gracias por algo y del popular “se timbra”, cuando en la oficina se tomaba alguna decisión importante.
Nos habían reunido para crear la revista “Triunfo”, con unos cuantos colegas más, no tan conocidos a estas alturas pero igual de inolvidables. Recuerdo por ejemplo a Abufele y su chaqueta, siempre colgada en su asiento anunciando la supuesta presencia del dueño… aunque estuviera fuera de Santiago o en las carreras. O la performance fenomenal de Carlos Ramírez Banda -hermano de Jaime, titular y figura consular de la selección chilena en el mundial del 62- quien tomaba una moneda, la lanzaba al aire, al caer y antes que tocara el piso le pegaba un tacazo y, con fenomenal exactitud siempre lograba que, tras una comba perfecta por encima de su cabeza, bajara directo a meterse en el bolsillo superior de su chaqueta. Un capo de tutti capi.
Abuhadba y yo, los más jóvenes, éramos meros gomas y refuerzos para el fin de semana. Mayne Nicholls sacaba fotos porque lo único que quería en la vida, antes de ser candidato a la presidencia, era ser reportero gráfico. Vega Onesime, después de venir del Teatro Colón (El Gráfico), trataba de hacer buena música en un recinto semi vacío y con pocos músicos. “Aldo, vení”, como le decía cada diez minutos a Schiappacasse, se hacía cargo de las tareas más duras, Julio Salviat repartía el juego como experimentado crupier y el polaco Ochoa, como siempre, rabiaba. Sobre todo ese día de cierre en que, tras irse a la casa y dejar lista en la máquina de escribir las hojas de su entrevista a Sandrino Castec, el graciosito que estaba de turno la intervino agregando una última e insolente línea: “¿te tomai la otra, Sandrino”?…con tan mala suerte que unas horas después, por efecto de los duendes y la ley de Murphy, la nota salió impresa tal cual a la calle ante la indignación de los jefes y, claro, de Ochoa. No sé si del desaparecido Castec, que tenía bastante humor.
Sigamos. Corría abril de 1987, por lo que yo tenía apenas 21 años. El técnico de la selección era Orlando Aravena, el cabezón Aravena, un tipo bonachón, simple, de los tiempos antiguos, pero que veía muy bien el fútbol. Había sido ayudante del zorro Alamos en la selección y en Colo Colo y, de hecho, había sacado campeón a los albos en la Copa Chile 1974, cuando Alamos estaba más pendiente de la Roja y también un poco enfermo. Luego vinieron Audax, la Católica, OHiggins, Unión Española, Rangers, Everton, Magallanes y Palestino, equipos donde se haría famoso por dar la charla técnica previa a los partidos no en una pizarra sino en el suelo, con once chancletas que hacían las veces de los jugadores y le permitían replicar los movimientos tácticos del equipo.
Le fue bien en ese Palestino. Muy bien. De hecho fue subcampeón, perdiendo la final 0 a 2 con Colo Colo en el Estadio Nacional. Por eso Aravena pasó a la selección, reemplazando a Lucho Ibarra, y se llevó a la Roja a varios de sus dirigidos: Cornez, Opazo, Ricardo Toro, Carlos Soto, Julio Osorio y Cristián Olguín quienes eran la base de los tricolores junto a los experimentados Lucho Rojas, Dubó, Fabbiani, Montenegro y el Torpedo Nuñez.
Ya con la Roja, y sorprendiendo a todo el mundo, Aravena llegaría a ser subcampeón de América ese mismo año 87, en Argentina, tras ganarle entre otros a Brasil (4 a 0 con partidazo de Basay, Rojas, Astengo y Letelier) y a Colombia (2-1, con gol de Vera cerca del final), antes de caer en la final frente a Uruguay. Se mantuvo en su puesto hasta 1989, cuando fue castigado por la FIFA tras el bochornoso partido en Maracaná por las clasificatorias a Italia 90, ese donde Roberto Rojas pasó a la historia tras hacer la trampa más brutal de todos los tiempos.
Poco antes de eso, con el mismo Aravena a cargo, el equipo había ido de gira a Europa y Egipto, la que me tocó cubrir ya trabajando para El Mercurio, donde había sido transferido desde La Nación a fines del 87 gracias a llamado de Salviat, que había partido a Santa María 5542 previamente. Se jugó en Irlanda, en Escocia, en El Cairo y en Inglaterra, donde tuve la oportunidad de iniciar mi carrera radial junto a Nicanor Molinare, en “Ovación” en Cooperativa, comentando en directo un 0-0 aburridísimo desde las casetas de madera del antiguo Wembley.
El punto que quiero establecer es que nos conocíamos bien ya con Aravena y con ese grupo de jugadores entre los que estaban Roberto Rojas, Fernando Astengo, el pillo Vera, Hugo Rubio, Pato Yañez, Juvenal Olmos, el chino Hisis, Ormeño, Jaime Pizarro, Juan Carlos Letelier, el Ligua Puebla, Ivo Basay, Jorge Aravena, el Koke Contreras, Pato Reyes, un muy jovencito Zamorano y un aún más joven Luka Tudor. Con varios de ellos (Tudor, Yañez, Astengo) me tocó trabajar más adelante compartiendo cámara en distintos proyectos televisivos y con el actual Ministro Pizarro y Harold Mayne Nicholls nos tocó organizar hace poco el evento multideportivo más importante de nuestra historia: los Juegos Panamericanos y Parapanamericanos 2023.
Pero volvamos al 87. Dos años antes de esa gira a Europa, Aravena comenzaba a trabajar con la selección y nos tocó viajar a Cochabamba, Bolivia, para el Torneo Preolímpico que definiría a los representantes sudamericanos en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988.
Según los apuntes que aún conservo de una época en que no había ni fax ni Internet ni celulares y los despachos a Santiago eran vía teletipo (unas máquinas enormes, muy ruidosas, con teclas durísimas y unas cintas amarillas donde se iban marcando las letras) el torneo se jugó entre el 18 de abril y el 3 de mayo. Y como ocurría casi siempre en esos años, el campeón fue Brasil y el segundo Argentina, logrando los dos cupos que había para Corea 88.
Chile quedó en el camino en la primera fase tras ubicarse tercero a un solo punto de Argentina y Bolivia en el grupo B (clasificaban los dos primeros). Sin embargo, la campaña no fue nada de mala. Empató 1 a 1 en el debut en el Felix Capriles con Argentina (gol de Pizarro), luego cayó ante el local por la cuenta mínima, y derrotó 2-1 a Ecuador (ambos goles de Sergio Salgado) y 3-1 a Venezuela (goles de Salgado, Basay y Lucho Rodríguez).
El plantel era bastante digno, con Cornez, Fournier y Pato Toledo como arqueros; Pato Reyes, Marco Opazo, Fernando Astengo, Carlos Soto, Patato Martínez, Ricardo Toro y el Pera Hernández como defensas; Lucho Rodríguez, Jaime Pizarro, Lucho Pérez, Jaime Vera (que de ahí partió al Ofi de Creta), Orlando Mondaca (el jugador chileno que más le gustaba a Vega Onesime) y Juvenal Olmos en el medio, más Sergio Salgado, Gino Cofré, Ivo Basay y Julio Osorio arriba (poquitos delanteros, como se ve).
Fueron menos de dos semanas de estadía en Cochabamba al quedar eliminados en primera fase, pero se harían inolvidables. En mi caso, porque en esos tiempos los periodistas nos “concentrábamos” en el mismo hotel que la selección y por ende pasábamos todo el tiempo con ellos en una intimidad que hoy resultaría absurda y poco profesional (salíamos a pasear juntos, las notas eran muchas veces en sus piezas, íbamos y volvíamos de los entrenamientos en el mismo bus y hasta comíamos a la misma hora y en la misma mesa como miembros de la delegación).
Pero, más que nada, fue inolvidable porque el destino quiso que un día, en unos de esos entrenamientos, faltándole un par de jugadores a Aravena para una práctica con tres equipos que tenía pensada…nos pidiera a Daniel Pérez Pavez, periodista de LUN, y a mí -que en ese época jugábamos bastante, al menos en términos cuantitativos- que nos vistiéramos de corto y nos integráramos al trabajo. Y así no más fue. Pese a la altura de Cochabamba, nada desdeñable, nos pasaron la indumentaría de la selección y, con la camiseta de Chile, fuimos parte de un entrenamiento oficial de la Roja. Completo.
Como recuerdos quedaron lo insólito, emocionante e inolvidable del momento, la habilidad de Marco Cornez con la pelota (esa vez, como muchas otras, jugó arriba e hizo casi todos los goles de nuestro equipo) y la foto que encabeza este artículo y que atesoro como hueso de santo donde aparezco rematando ante la marca del Pera Hernández y el Patato Martínez.
¿Cuántos periodistas deportivos en el mundo pueden decir que alguna vez participaron de un entrenamiento oficial de su selección? Hoy, desde luego, sería imposible. Al igual que ese tipo de relación -cercana, complementaria, diaria- que se vivía entre jugadores y periodistas y que se perdió para siempre. ¿Bueno? ¿Malo? No me queda claro. Aunque justamente lo ocurrido en el caso Rojas, pocos años después de la aventura de Cochabamba, me hace pensar que lo que enseñan en la Universidad (“mientras más lejos emocionalmente de las fuentes, mejor”) es lo correcto. Muchos de los que fuimos engañados burdamente el 89 no le habríamos creído nunca al Cóndor, y no habríamos defendido jamás a ese grupo de jugadores con la fuerza que lo hicimos, si no les hubiéramos tenido cariño a partir de la cercanía generada en los años anteriores.
(Texto basado en una crónica aparecida en el libro recopilatorio “Enviado Especial”, de los periodistas Mario Cavalla y Rodrigo Hernández para ediciones Albero).