“No los subestimamos, simplemente eran mejores de lo que pensábamos” (Bobby Robson).
Corría el verano de 1981 y, tras mucho rogar, por primera vez en mi vida, finalmente (pese a que ya estábamos a punto de salir del colegio), mi aprensiva madre me dejó ir de vacaciones a la casa de un amigo en el Sur de Chile. Éramos cuatro, unidos ante todo por el fútbol. Miembros de la gloriosa selección del Colegio San Juan Evangelista, equipo de camiseta naranja (que aún conservo) en homenaje a nuestros curas fundadores, holandeses. Un equipo en ese entonces desordenado, anodino, incluso pequeño – muchas veces no llegábamos a tener los once titulares- y por ende recolector de muy mediocres resultados en la liga de colegios de Las Condes. Mientras yo jugué, los cuatro años de la media, en total ganamos un puñado de partidos, no más de cinco, y siempre al Seminario Menor o al Nido de Águilas. Algo que en rigor era bastante lógico tomando en cuenta que, siendo tan pocos alumnos en el San Juan, no había cómo seleccionar entre buenos y malos (jugábamos todos), siempre nos tocaba de visita ya que no teníamos cancha de pasto (aunque sí un gran gimnasio) y los rivales más tradicionales eran colegios enormes como el San Ignacio, el Verbo Divino, el Saint George o el Manquehue.
Después vinieron tiempos mejores con jugadores importantes como el Piri Parraguez y Rodrigo Gómez, que nos llevaron a tener mejores campañas, pero la verdad, no era por eso que destacaba el colegio. Sí por grandes tenistas como Santibañez, Queirolo, Jorge López y los hermanos Prida (los tres del primer aviso de Milo te hace grande), por un eximio clavadista llamado Marcelo Zamora, muy buenos equipos de vóleibol y básquetbol y, espérate un poquito, por el mejor gimnasta de chileno de todos los tiempos: el gran Tomás González.
Volviendo a 1981, ya era enero y estábamos cómodamente instalados en Licanray, donde la familia Reydet. Comandaba Paulo, nuestro compañero de curso pecoso y colorín, capitán de la juvenil de la Universidad Católica donde jugaba Mario Lepe y Mardones (con eso lo digo todo) y de los Diablos de Piedra Roja, nuestro equipo de baby en la interna del colegio. Nos llamábamos así porque el uniforme era entero rojo y porque jugábamos en su casa, en Los Dominicos, en una cancha de baby de baldosas que los Reydet tenía al fondo del patio y donde nos iba a hinchar de tanto en tanto su perro Otto, un pastor alemán de hartos años que resultaba más jodido que peligroso. Estaba tan poco construído el barrio en esos años (las casas eran verdaderas parcelas) que si tras un remate violento y desafortunado la pelota se iba para el sitio de al lado, eriazo, el que la había chuteado por última vez tenía que saltar la pandereta, correr por ella y volver rápido rogando que en el intertanto no aparecieran los perros guardianes del terreno vecino. Tamaño riesgo generaba largas disquisiciones y peleas filosóficas, geométricas e ingenieriles en caso, por ejemplo, de que el balón se fuera para el lado tras una trancada. ¿Quién era el responsable de ir a buscarla? ¿El que había pateado al arco? ¿El defensa que había llegado al cruce? Buena pregunta.
El caso es que, aparte de Paulo, ese verano estábamos en Licanray Manuel “Manotas” Barrientos, hincha de la U, y dos colocolinos: Fernando Noel y yo. Digo esto porque tendrá importancia más adelante.
En el día íbamos a la playa grande, de arena negra, o al lago Calafquén, para bañarnos y salir a andar en un pequeño bote inflable a remos, siempre que no hubiera demasiado viento. En la noche comíamos Sahne Nuss (cuando era de verdad rico y no había sufrido rebajas en su calidad), jugábamos a conquistar al mundo en el tablero de la Guerra (“con mis tres negras ataco tus tres rojas en Vladivostok”) y muchas veces íbamos a los pools o a los taca tacas del pueblo, que en el año no pasaba las tres mil personas pero en el verano tenía una población flotante de casi diez mil. Todo muy tranquilo en todo caso porque, pese a que estábamos cerca de cumplir dieciocho, los cuatro nos “cuidábamos”: ninguno pololeaba, ni fumaba ni tomaba ya que el fútbol estaba por encima de todo y era lo único que importaba.
La noche del 3 de enero (cálida en Santiago, fría en el sur) salimos. No podíamos más de los nervios porque Colo Colo y la U cerraban, en el estadio Nacional, la liguilla pre Copa Libertadores. Habían dejado en el camino a Deportes Concepción y a OHiggins y definían en un partido al todo o nada. Estadio lleno por supuesto (74.747 personas) y nosotros escuchando en una radio a pilas que pusimos sobre el borde de la mesa de pool en el local donde ya éramos prácticamente dueños de casa.
Los dos equipos usaban camisetas Adidas, esas inolvidables de comienzos de los ochentas, con el cuello en tres triángulos perfectos, dos para los lados y uno hacia abajo. Blanco en el caso de la U, negro en el de Colo Colo. La azul sin auspicios y la blanca con un logo gigante de Cerveza Cóndor. La formación de la U es fácil de repetir para cualquiera que haya sido joven al empezar los ochentas. Hugo Carballo en el arco; el paraguayo Johnny Ashwell, el mariscal Quintano, Manuel Pellegrini y el flaco Bigorra en la defensa; Montenegro, el torito Aránguiz y el lulo Socías en el medio; la fiera Ramos, Sandrino Castec y Arturo Salah en la delantera. El técnico era Fernando Riera, nada menos, y en el segundo tiempo entraron Orando Mondaca por Aránguiz y el chico Hoffens por Ramos. En esos tiempos casi no había cambios (no sólo en el mismo partido sino de una semana a la otra) y las formaciones eran las mismas todo el año, por ende muy fáciles de recordar. Había que matar al titular, o esperar que se lesionara o lo expulsaran, para poder ingresar al equipo en planteles que tenían claramente definido quién jugaba y quién no.
Colo Colo, por su lado, mantenía una formación bastante parecida a la que había salido campeona el 79. El gringo Nef al arco; Lizardo Garrido, Leonel Herrera, Atilio Herrera y Alfonso Neculñir en la zaga; Carlitos Rivas, el Yeyo Inoztroza y el brasileño Severino Vasconcelos en el medio; Mané Ponce, Carlos Humberto Caszely y el pollo Véliz en la delantera. Pedro Morales, el entrenador, esa noche no hizo cambios (no le decía yo).
A los 41 abrió la cuenta Colo Colo tras un foul de Aschwell a Véliz afuera del área que Vasconcelos transformó en gol tras un tiro libre perfecto. Así se fueron al descanso para alegría mía y del chino Noel, que ya veíamos que nos quedaríamos con la apuesta hecha pocos minutos antes de empezar el partido: el chocolate más grande y caro que encontráramos pagado por el perdedor. Claro que el segundo tiempo debe ser de las cosas más emotivas y terribles de las que tenga memoria. A los 60 empató Castec y ya sobre el final, a los 85, cuando no quedaba nada, un desborde de Véliz terminó en la mano de Ashwell. Hernán Silva, el árbitro que usaba peluquín, no lo dudó un segundo y cobró penal a favor de Colo Colo.
Arco norte. Carlitos Rivas, eximio ejecutante de penales y tiros libres, se puso frente a la pelota. Arriba, convencida del triunfo, la hinchada alba encendía las primeras antorchas de papel de diario y empezaba a celebrar. Otro clásico para nosotros, decíamos todos. Era imposible que, faltando cuatro minutos, la U pudiera recuperarse y volver a equilibrar. Era el cierre perfecto. Igual había tensión, nerviosismo, impaciencia, ansiedad tanto en el Nacional como en los pool de Licanray. Obviamente, aunque no se había cerrado la mesa, dejamos de jugar a la espera del penal. Yo recé o creo haberlo hecho. Algo prometí, seguramente (y luego no cumpli). A los 89, recién cuatro minutos después del cobro, minutos que se hicieron eternos, tiró Rivas a la derecha de Carballo… que atajó con los pies. El contragolpe fue inmediato así que no alcanzamos ni a rabiar. Carballo sacó largo, falló Garrido en el rechazo y la pelota quedó en los pies de Castec en la mitad de la cancha. Pase a la izquierda para Salah, desborde del turco y cruce hacia la otra banda. Por ahí apareció Hoffens, Héctor Hoffens, el chico Hoffens, que hizo lo que quiso dribleando cerca de la última línea a Neculñir, al Yeyo Inoztroza y a Atilio Herrera. Todos pasaron de largo, igual que Castec y Mondaca cuando vino el centro hacia atrás, hacia el otro lado del área, donde apareció solo Salah para unirse de nuevo a la jugada, pegarle fuerte de derecha, derrotar a Nef y marcar el gol más importante de su vida, según propia confesión.
No podíamos creerlo. Recién estábamos celebrando nosotros y ahora era la U la que se quedaba con todo. Nuestro amigo Barrientos saltaba, lloraba, aullaba. 2 a 1. Nosotros muertos. Silenciosos. Derrumbados. 1 a 2. Ganaba el partido la U y ganaba también la liguilla.
Volvimos altiro a la casa. Sin terminar la mesa de pool y sin hablar. Soportando las burlas del azul y el cruzado. No sé si los dos colocolinos lloramos sin que los otros nos vieran o sólo lo soñé, pero perfectamente puede ser cierto. A mí al menos me costó dos o tres semanas recuperarme. Y si me apuran diría que aún no me recupero. Cuando alguien me pregunta por momentos tristes en mi vida, uno de los primeros que me viene a la cabeza es ese.
Cuenta la leyenda que Caszely puteó a Rivas esa noche en la cancha porque lo vio mal, muy nervioso antes de tirar, y sin embargo el mediocampista no quiso pasarle la pelota. Mire lo que son las cosas: un año y medio después le tocaría a Caszely vivir lo mismo en el Mundial de España, ante Austria. Claro que, como es sabido, él lo tiró para afuera y hasta el día de hoy lo molestan por eso. El punto es ¿por qué le tocó a Caszely en España? Ajajá. Porque esa misma noche del penal ante la U, golpeado en su auto estima, abatido, desanimado y humillado, Rivas, que también era el especialista desde los doce pasos en la Selección, decidió no tirar nunca más penales. Y como Rivas no quería y esa vez ante Austria tampoco quizo Neira, que era el designado, pateó el Chino.
El resto es historia.