“El fútbol siempre debe ser un juego y un espectáculo” (Johan Cruyff).
En la plaza municipal de Constitución, como en muchas otras plazas de pueblo de Chile, cada verano se instalaban y se siguen instalando los Juegos, los gloriosos y esperados Juegos. De diciembre a marzo, la mayoría de las veces.
Llegan entonces la Lotería, con un tipo que micrófono en mano canta los números y dice cosas como “dos patos en la laguna”, por el 22, o solito el 4, como si el 1, 2, 3, 5, 6, 7, 8 y 9 no vinieran al mundo también “solitos”.
O los rifles a presión, que antaño disparaban plumillas en vez de postones y que se cargaban abriendo el arma por la mitad con un tirón tan fuerte que te hacía sentir como el mismísimo Clean Eastwood.
O las pelotas de género para lanzarle a unos muy plateados tarros de conserva que ya habían terminado su vida útil o a unos monos porfiados medio destartalados que solían ser, no se por qué, gatos.
O las argollas de madera, parecidas a las que hoy se le ponen a las cortinas, con las que había que achuntarle al gollete de una botella de vino o de otros licores más bien de baja estofa para intentar llevárselos a la casa. Casi nunca se lograba y lo que daba más rabia era cuando la argolla quedaba instalada pero a medio caer en el gollete, en diagonal, lo que según las reglas del juego no valía.
O los infaltables taca-taca, esos enormes muebles de madera con bordes de plomo para dejar el cigarrillo, con fichas de metal, cinco pelotas duras amarillas o blancas llamadas polkas, una especie de ábaco para marcar los goles y formaciones de 3-4-3 que, al menos en Constitución, al tratarse de la séptima región, se destinan casi siempre al “clásico” entre Colo Colo y Rangers de Talca.
De todos modos mi juego preferido era otro, también futbolero: el avioncito. Un avión de juguete unido a la mesa con un fierro, que giraba en círculos al modo de la bolita de la ruleta tras ser lanzado con fuerza por el tipo que estaba a cargo. En la punta tenía una especie de gualeta de goma que al posarse “en la pista” y frenar, determinaba en qué lugar había caído el avión y por ende quién ganaba, porque se ganaba o se perdía de acuerdo al espacio donde frenaba definitivamente la nave: el territorio pintado de la mesa que había sido destinado a la U, la Unión o Colo Colo (no sé por qué la Católica no era tomada en cuenta, probablemente por los colores más simples de los otros equipos: azul, rojo y blanco). Como moneda de cambio, en vez de fichas se apostaban chocolates chicos que, si ganabas, se duplicaban. “Rojo es el color”, “blanco es el color”, “azul es el color” gritaba el piloto del avión y se acababa la cosa para pocos minutos después repetir una vez más la gracia. Y así toda la noche.
Un juego simple y colorido en el cual, si uno ganaba más chocolates de los que había comprado, se sentía como Rico MacPato…aunque al llegar a la casa y abrirlos notara que estaban medios derretidos, hechos pebre por tanto manoseo y muchas veces blanquecinos por el paso del tiempo.
Obviamente, igual nos comíamos todos. No estábamos para fijarnos en leseras. ¿La marca de los chocolates? ¿Frutos? ¿LQL? ¿Calaf? Alguna de esas que ya no existen.