
Lo que sucede es terrible. Así parte la novela uno. Así parte toda la saga. Lo que sucede es terrible.
Quizás una frase perfecta para iniciar la gran novela acerca de la familia (¿disfuncional?, ¿disléxica?) chilena narrada desde adentro a partir del punto de vista del más certero, agudo y sensible de sus integrantes. El chico tildado de Papelucho que, adelantado como era, tenía un diario (¿blog?, ¿vlog?, ¿podcast?) donde registraba sus aventuras, pero mucho más que eso: su forma de ver detrás de todo, su mirada hacia mundo y su posible lugar en él. En otras palabras: en sus diarios (en sus novelas) quedaba estampada su voz.
Esto, lo sé, suscita suspicacias. En época de hate, cuando lo común es odiar y destrozar y ningunear, sobre todo en el mundillo literario, el ser tan fan de alguien llama la atención. Llevo años celebrando su legado, pero ahora, al cumplirse 40 años de la muerte de su autora, ahora en era de redes sociales y jóvenes nuevos tipo Papelucho que odian menos y buscan refugio en un cierto grado de inocencia, algo me dice que es el momento de apostar de nuevo por la figura de Papelucho y el genio incomprendido de Esther Huneeus, proto feminista ninguneada por sus pares por ser considerada poco rupturista (¿perdón?).
¿Es Papelucho un personaje interesante? ¿Puede un libro infantil (una saga, una gran novela en entregas) protagonizada por un chico que nunca cumple nueve (a pesar de transcurrir varias décadas) ser considerado un clásico? ¿Por qué a pesar del éxito evidente (ventas, lecturas, jardines infantiles, casi 80 años de vigencia), Papelucho provoca más simpatía que respeto?.
Uno de los motivos es que no ha sido releído. Lo que sucede es impactante. Marcela Paz no solo logró perfilar uno de los más grandes personajes de la literatura chilena de todos los tiempos, sino que escribió una obra atemporal y que desnuda algo terrible: un chico que no es capaz de ser contenido, un alma pura pero no por eso crítica y engrupida. ¿Cómo algo escrito entre 1947 y 1974, donde se describen los desajustes de un niño frente a una sociedad que lo etiqueta de raro, puede seguir resonando tanto en pleno siglo XXI? Es terrible, pero probablemente hemos evolucionado como sociedad a un ritmo muchísimo más pausado del que creemos. Lo pienso, lo repienso, y me remueve. El alter ego del alter ego de Esther Huneeus me sigue removiendo.
He escrito muchas veces sobre Papelucho. Sobre Marcela Paz. Parece que alguna vez la vi de lejos. Supuestamente doña Esther fue amiga de mi abuela, pero nunca pude comprobar ese rumor. Solo sé que muchos tal vez piensan que mi voz es compatible con la de ella. Seguramente si mi tiempo hubiese coincidido con el de ella habríamos podido sentarnos a tomar unas buenas tazas de té y divagar. Sobre cualquier cosa. Pero sobre todo sobre personajes raros. ¿Es Papelucho queer en el sentido amplio? ¿Sin duda, puede ser el template para un chico queer literal? Da un poco lo mismo: Papelucho es único, pero también es un espejo donde todos pueden reflejarse. Excepto aquellos que están del todo cómodos. Papelucho es raro, es vivo, es emo, sufre y cranea complots para nunca aburrirse, empatiza con todos y no le basta el destino (o la clase social que le tocó). Sin duda Marcela Paz era rara: vaya, una mujer que escribía en esa época y lo hacía como un hombre y como un niño. Los que la despachan la tildan de señora burguesa. Generalmente los que la ningunean son topos enclaustradas en la academia que no toman riesgos y viven una vida burguesa.
Paz no vivió en paz y tomó todos los riesgos. A veces siento que toda mi obra, desde Mala onda (título original: Papelucho, jalado) hasta Las películas de mi vida, pasando por Tinta Roja, Missing o incluso Aeropuertos, dialoga tangencialmente y de forma interrumpida —y no siempre amable— con ese niño de papel. Ese que escribía diarios en vez de jugar. Ese que prefería encerrarse en su pieza antes que socializar con una familia que no lo comprendía. Ese que transformaba la angustia en palabras. Papelucho era una bomba emocional envuelta en papel ilustrado que te daba ideas y se volvía cómplice.
No soy el único: en casi toda novela primeriza, debutante, todas esas novelas de aprendizaje que aparecen cada año, sobre todo de escritores masculinos, se nota la matriz Papelucho. La voz, la forma de plantearse, de escapar y ser rebelde (¿abajista?, ¿alternativo?) están en muchos. Yo, como he contado muchísimas veces, antes no hablaba español. El español me dolía. Me era ajeno, duro, cerrado. Hasta que cayó en mis manos Papelucho. No el personaje: el libro. O mejor: la voz. Esa voz. Esa voz que parecía escrita por alguien que también había sido sacado de su contexto, de su mundo, y que intentaba entender cómo funcionaba todo esto.
Todo esto igual Chile.
Todo esto igual ser niño en Chile.
Todo esto igual no encajar.
Ahí encontré mi primer refugio. Mi primer traductor. Mi primer espejo. Mi primer alter ego. Con Matías Vicuña me costó más. Matías tenía rabia, tenía plata, tenía coca. Papelucho tenía preguntas. Tenía dudas. Y tenía, por sobre todo, una lucidez brutal. Es raro: cuando escribí Mala onda, muchos me criticaron por tener a un narrador adolescente que no se preocupaba de lo que “debía” preocuparse. Pero si uno vuelve a Papelucho, ¿no pasa lo mismo? ¿No hay algo casi punk en ese niño que decide observar el mundo y transcribirlo todo, sin filtros, sin corrección política, sin pedagogía?
Lo que Marcela Paz hizo es tremendo. Casi indecente. Escribió una saga infantil con alma de novela para adultos. Le puso voz a un niño dañado. Un niño con ansiedad. Un niño con demasiada conciencia. Un niño sin contención. Un niño con culpa de clase, con crisis existencial, con lucidez precoz. Un niño, digámoslo, que se parece a muchos de los que andan deambulando. Marcela Paz le dio rayos X para mirar a la familia quebrada, al país, al status quo. Papelucho soy yo. O tú. Es todos aquellos quienes quieren ser como él. O el tipo que hoy toma ritalín y cree que tener un podcast es suficiente. No es raro que, a lo largo del tiempo, Papelucho pasara de misionero a abrazar los hippies y tildarse de “dis-leso”.
Marcela Paz no solo lo imaginó: lo dejó vivir. Lo dejó hablar. Lo dejó fallar. Papelucho, casi huérfano debería estar en el canon, junto a El guardián entre el centeno o Tom Sawyer. A veces, incluso, siento que lo supera. ¿O qué otro niño de la literatura dice algo como no he sido feliz más que una vez en mi vida y no me acuerdo cuándo fue?
Eso no lo escribió un niño. Lo escribió alguien que sabía que la infancia, muchas veces, no es sinónimo de alegría. Que los niños también sufren. También se deprimen. También desean desaparecer (Papelucho perdido). También desean ser otros (Papelucho detective). Marcela Paz lo sabía. Y lo escribió. Y lo firmó con un pseudónimo, como para despistar. Pero ahí estaba. Esther Huneeus, en silencio, con letra de señorita bien, con portada vintage y dibujos choriflais, metiéndonos una bomba emocional bajo la almohada. Sí, puede sonar ridículo, patético incluso. Pero hay escritores que se obsesionan con Proust, con Faulkner, con Bolaño. Yo tengo la mía: Papelucho. Lo releo cada tantos años. Lo uso como compás. Como espejo. Como test. Si ya no me conmueve, algo en mí se apagó. Por ahora sigue funcionando.
No me interesa la versión cool de Papelucho. Ni la película animada ni el merchandising. Me interesa la voz. La disonancia. La incomodidad. La dislexia emocional que está en cada línea. Me interesa eso que casi nadie quiere ver: que Papelucho no es un niño feliz, sino un niño al borde. Un niño que no encuentra lugar. Un niño subversivo, un skater interior, un emo prematuro, un blogger antes de que existiera Blogger. Un niño que escribe no porque le guste escribir, sino porque necesita no volverse loco.
“Soy un perdido y la Jime igual y lo peor es que nadie nos busca. Porque mi familia es de esa gente que busca las cosas perdidas, pero jamás la fruta ni la plata ni los parientes… Ellos creen que uno se pierde adrede y quieren obligarlo a encontrarse”.
Papelucho no está desactualizado. Porque esta sociedad sigue criando niños raros. Niños tristes. Niños a los que se les dice que no encajan. Hay una pregunta que me persigue: ¿qué habría pasado si Marcela Paz no hubiera escrito para niños? ¿Si esa misma voz la hubiera usado para una novela adulta? ¿Si en vez de doce libritos con dibujos hubiera escrito un solo gran tomo, sin filtros ni guiños infantiles? ¿Si lo hubiera llamado, no sé, Los cuadernos de un niño que no encaja?. ¿No estaríamos hablando del gran clásico latinoamericano del siglo XX?
Hace unos años investigué mucho, entrevisté a muchos, para intentar hace un libro acerca de Papelucho. Algo pasó. Lo que sucedió fue terrible. El estallido y sus demencias. Papelucho apareció en las marchas, baleado. El libro se vino abajo, pero ahora, creo, regresa. He decidido retomarlo. Hablé de Papelucho ante un público joven de YouTube y RRSS y me fijé que conectaba. Es hora de volver a conectar. Es hora de no tenerle miedo a la inocencia. Pero claro, nadie quiere leer eso. Papelucho, dicen, es para niños. Y uno se pregunta: ¿qué clase de adultos son los que piensan eso?
Que Papelucho siga revolcándose en su diario. Que no lo edulcoren. Que no lo maquillen. ¿Fue correcto que lo utilizaran como imagen en el estallido de 2019? Hoy tengo dudas, porque creo que a Papelucho le basta con que lo lean. Que lo subrayen. Que lo recuerden. Porque lo que sucede ahí —como dice la primera línea que dio inicio a todo— es terrible. Y por eso mismo, merece ser leído.