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Autopsia a la normalidad

Un repaso por algunas costumbres que antes eran “normales” y hoy nos dan un poco de vergüenza. Y una mirada hacia delante, porque la “normalidad” es solo el “impensable” que todavía no hemos descubierto.

Pensemos por un momento en un objeto tan cotidiano como la silla de auto para niños. Un dispositivo de ingeniería de precisión, con anclajes ISOFIX y pruebas de impacto lateral, cuyo uso no es una sugerencia, sino una obligación legal ineludible. Ahora, contrastemos esa realidad con la memoria, no tan lejana, de niños durmiendo plácidamente en la luneta trasera del auto durante viajes largos.

Esa brecha de entendimiento no es solo una anécdota generacional; es la evidencia de un fenómeno llamado “síndrome de la línea base cambiante”. ¿Qué quiere decir esto? Que cada generación acepta las condiciones en las que crece como norma o como el punto cero de su realidad. Pero la aceleración del cambio tecnológico e informativo ha comprimido drásticamente estos ciclos. Lo que era normal hace apenas 30 años hoy no solo parece anticuado, sino impensable, negligente, contra la ley o directamente absurdo.

Este viaje de “práctica aceptada” a “acto impensable” no es aleatorio. Es el resultado de tres recalibraciones fundamentales que han reconfigurado nuestra sociedad: la sistematización de la seguridad, la democratización del conocimiento y el amanecer de una conciencia ambiental masiva. Estos tres jinetes del apocalipsis de la “normalidad” pasada han reescrito por completo nuestra percepción del riesgo, la responsabilidad y el progreso.

La sistematización de la seguridad

Hubo un tiempo en que la seguridad era una responsabilidad individual, guiada por una vaga noción de “sentido común”. Hoy, es un sistema. Nuestra tolerancia social al riesgo se ha desplomado. Lo que antes era “forjar el carácter”, jugar en la calle todo el día sin supervisión hasta que anochecía, ir al cine solo a los ocho años, hoy sería motivo de una llamada a los servicios sociales para denunciarte por mal padre.

Pensemos en el auto familiar, y ese hermoso viaje de vacaciones. Era menos un medio de transporte y más un patio de juegos rodante. Los niños viajaban de pie entre los asientos delanteros, sin cinturón, como vigías en un barco pirata, había que entretenerlos. Esto no era visto como negligencia, sino como una simple realidad. El cambio no provino de un brote repentino de sensatez, sino de los datos fríos y duros de las pruebas de choque.

Los “crash test dummies” nos obligaron a ver el sedán familiar no como una sala de estar sobre ruedas, sino como un proyectil de dos toneladas. La seguridad dejó de ser una opinión y se convirtió en una ciencia, codificada en leyes y reforzada por la tecnología. Entonces, ¿quién puede ignorar hoy la insistente alarma del cinturón desabrochado?

Esta misma lógica se aplica a los peligros que acechaban en las casas. Cuando un termómetro de vidrio se rompía, era común que los niños jugáramos con las hipnóticas “bolitas” de mercurio líquido. Los soldaditos de plomo eran, literalmente, de plomo, y los bebés mordisqueaban los barrotes de cunas pintadas con pintura a base del mismo metal tóxico.

El riesgo era abstracto, invisible y presente. La transformación a “impensable” requirió que la toxicología y la pediatría cuantificaran el daño neurológico, traduciendo el peligro invisible en datos clínicos irrefutables que impulsaron regulaciones y prohibiciones. El “sentido común” fue reemplazado por protocolos basados en evidencia.

La democratización de la ciencia

Quizás la imagen más surrealista del pasado es la de un médico, con su bata blanca y su aire de autoridad infalible, recomendando una marca de cigarrillos en un anuncio publicitario. Hoy nos parece una escena de una comedia satírica, pero encapsula a la perfección una era en la que la autoridad podía ser captada por el marketing. Fumar era omnipresente en oficinas, en aviones (que tenían su propia sección para fumadores), en hospitales y en un sinfín de espacios que hoy nos parecería de humor negro.

El cambio a “impensable” representa una monumental transferencia de poder. La autoridad ya no reside en el “experto” individual, cuyo criterio podía ser comprado, sino en el consenso abrumador de la comunidad científica y de salud pública, comunicado directamente a la población a través de campañas masivas.

Lo mismo ocurrió con el sol. El objetivo no era protegerse, sino broncearse a toda costa, usando aceleradores caseros como aceite de bebé o incluso Coca-Cola. Usar un protector solar con factor era visto como un acto de cobardía. La dermatología, a través de décadas de estudios epidemiológicos sobre el melanoma, tuvo que librar una larga batalla para convencer a la gente de que el sol no era un amigo incondicional, sino una fuente de radiación carcinógena.

Esta guerra por la autoridad también se libró en la cocina. El huevo fue demonizado como el “enemigo público número uno” por su colesterol, limitando su consumo a unos pocos por semana. Mientras tanto, la margarina, a menudo cargada de grasas trans, era promocionada como la alternativa saludable a la mantequilla. La nutrición moderna, basada en estudios a gran escala, tuvo que desmantelar estos mitos, demostrando que la realidad era mucho más compleja. Cada uno de estos cambios requirió desacreditar viejas “verdades” y establecer un nuevo consenso basado en datos independientes, no en eslóganes comerciales.

La conciencia ambiental

El tercer gran cambio fue aprender a ver las consecuencias invisibles y a largo plazo de nuestras acciones. Muchas de las prácticas hoy impensables eran soluciones ingeniosas a problemas inmediatos, cuyo costo ambiental se pagaría décadas después. El asbesto o amianto era un material de construcción “milagroso”, barato, aislante e ignífugo. Se usó en todo, desde techos hasta tuberías. El problema, por supuesto, eran sus fibras microscópicas e indestructibles que, una vez inhaladas, se convertían en una sentencia de muerte diferida.

La fumigación con DDT (diclorodifenil tricloroetano) es otro ejemplo escalofriante. Ante el peligro real de la malaria, ver un camión rociando una nube blanca de insecticida era un alivio. Los niños corrían y jugaban en esa niebla química, celebrando la victoria de la modernidad sobre la naturaleza. Hizo falta la ciencia meticulosa de ecologistas como Rachel Carson para revelar la verdad silenciosa: el veneno se acumulaba en la cadena alimentaria, diezmando ecosistemas. Tuvimos que aprender que los venenos más eficaces rara vez son selectivos.

Esta ceguera ante las externalidades se manifestaba incluso a nivel doméstico. Era común quemar la basura en el patio trasero -plásticos incluidos- o las hojas secas en la vereda, porque el servicio de recolección era infrecuente. La gasolina con plomo mejoraba el rendimiento de los motores, pero contaminaba el aire que todos respirábamos con un potente neurotóxico. En todos estos casos, el problema inmediato (plagas, residuos, rendimiento del motor) se resolvía creando un problema futuro mucho mayor. El paso a “impensable” requirió un salto cognitivo colectivo, aprender a temer lo invisible y a responsabilizarnos por el futuro.

Impensables para 2030

Si aplicamos estas mismas tres filtros -seguridad sistematizada, ciencia democratizada y conciencia ambiental- al presente, me atrevo a empezar a vislumbrar los “impensables” del mañana. ¿De qué nos reiremos (o nos horrorizaremos) en 2030?

1- Conducir un auto manualmente: La idea de que permitimos a cualquier aficionado pilotar una caja de acero de dos toneladas a alta velocidad, dependiendo únicamente de su atención y reflejos, parecerá una locura. Los datos de seguridad de los vehículos autónomos maduros harán que la conducción humana parezca tan imprudente como viajar sin cinturón.

2- Comer carne de matadero: El consumo de animales provenientes de un sistema de ganadería industrial, con su documentado impacto ambiental, sus dilemas éticos y su riesgo de enfermedades, será visto con creciente repulsión a medida que las carnes cultivadas y vegetales de alta calidad se vuelvan asequibles y masivas.

3- Regalar nuestros datos personales: El pacto fáustico del siglo XXI -intercambiar nuestra privacidad y hábitos por un servicio “gratuito”- será visto como una extraña forma de servidumbre digital. Una nueva conciencia sobre el valor de los datos como un activo personal lo hará impensable.

4- El viaje diario a la oficina: La práctica de quemar combustibles fósiles para trasladar nuestros cuerpos a un edificio centralizado solo para sentarnos frente a un computador que también tenemos en casa será vista como un despilfarro colosal de tiempo, energía y potencial humano.

El estatus de “impensable” es el destino final de toda práctica que no puede resistir el escrutinio de los nuevos datos, la nueva tecnología y una conciencia colectiva social en evolución. La pregunta no es si el pasado fue absurdo, sino qué prácticas de nuestro presente están esperando su propia autopsia.

¿Qué es eso que hacemos hoy que en el futuro se considerará, con una sonrisa irónica, total y absolutamente impensable en un par de años?

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