Un estruendo sacudió el aire inmóvil de la tarde y, segundos después, una columna de humo comenzó a elevarse desde el mar. El 6 de noviembre, desde la costa de la península de La Guajira, Erika Palacio Fernández tomó su teléfono y grabó, sin saberlo, el único video independiente y verificado conocido hasta ahora —revelado por The New York Times— del resultado de un ataque aéreo atribuido a la campaña del gobierno de Estados Unidos contra lo que denomina “narco-terroristas”.
Días más tarde, en ese mismo litoral, el mar devolvió una lancha de casi nueve metros, completamente calcinada. Luego aparecieron dos cuerpos mutilados, bidones quemados, chalecos salvavidas y decenas de paquetes similares a los hallados tras operativos antidrogas en la región. La mayoría estaba vacía, aunque en algunos se detectaron restos de una sustancia con apariencia y olor a marihuana.
Estos restos constituyen la primera evidencia física conocida de una ofensiva estadounidense que, según Washington, ha destruido una treintena de embarcaciones y causado más de 100 muertes en el Caribe y el Pacífico oriental. El Ejército de EE.UU. no ha presentado pruebas de que las naves atacadas transportaran drogas o pertenecieran a redes criminales.
Un análisis de The New York Times vinculó los restos con un video difundido esa noche por el secretario de Defensa, Pete Hegseth, quien aseguró que el ataque había tenido como objetivo una embarcación operada por una “organización terrorista designada” en aguas internacionales.
Sin embargo, el análisis del video de Palacio sitúa el bombardeo en el golfo de Venezuela, una zona de límites marítimos disputados entre Colombia y Venezuela. Y, más importante, una zona vinculada a la pesca y la ganadería, no al narcotráfico.
Las evidencias físicas del ataque de Estados Unidos
La aparición tardía de estas pruebas refleja tanto el aislamiento de La Guajira como la escasa presencia estatal. La región es gobernada en gran medida por el pueblo indígena wayuu, que habita a ambos lados de la frontera. Pescadores locales hallaron los cuerpos el 8 de noviembre.
“La lancha olía a carne quemada”, recordó Aristóteles Palmar García, inspector policial wayuu, en diálogo con el Times. “Tuvimos que enterrarlos (los cuerpos) porque los buitres y los perros empezaban a devorarlos”. Avisaron a la policía regional, “pero no pasó nada durante días, o incluso semanas”.
Mientras expertos legales cuestionan la legalidad de los ataques, debido a que el ejército estadounidense tiene prohibido atacar deliberadamente a civiles, los habitantes de la zona describen un miedo persistente. Muchos pescadores han dejado de internarse mar adentro por temor a drones y bombardeos, adentrándose en aguas poco profundas.
“Parecen avioncitos, como aves siguiendo a su presa”, dijo Vicente Fernández, pescador del área, al citado medio. El resultado de la ofensiva norteamericana es un golpe directo a la vida cotidiana: menos pesca, mercados deprimidos y una comunidad que vive entre el silencio del desierto y el ruido lejano de la guerra.