Europa atraviesa una transformación silenciosa, pero de consecuencias profundas. Lo que comenzó como un ideal de apertura y acogida se ha convertido, en algunos sectores, en un campo de tensión entre valores liberales y nuevas realidades culturales que desafían la convivencia tal como la conocíamos. La llamada “islamización” de Europa ya no es una consigna de sectores radicales ni una fantasía conspirativa.
Es un fenómeno observable, documentado y, sobre todo, negado por quienes prefieren evitar una discusión incómoda.
La creciente presencia del Islam en Europa no es, en sí misma, una amenaza. La religión, vivida de forma personal y respetuosa, es parte del mosaico democrático. El problema aparece cuando la religión se convierte en herramienta de presión política o en excusa para debilitar principios esenciales del orden laico. Esa es la verdadera amenaza: la instrumentalización de la religión como vehículo para avanzar una agenda incompatible con la libertad individual, la igualdad de género o la primacía del derecho civil sobre el religioso.
Líderes como Recep Tayyip Erdogan han entendido que ya no es necesario enviar soldados para expandir influencia. Basta con tejer redes religiosas, financiar mezquitas y asociaciones, y promover la idea de que toda crítica al islamismo radical es, por definición, islamofobia. Así se configura una estrategia blanda pero efectiva, que erosiona desde dentro las defensas culturales de Europa. Como advirtió un informe del CIDOB, la politización del Islam se ha convertido en una palanca de poder que actúa a nivel local y regional, haciendo más compleja la gobernanza y debilitando la cohesión social.
En países como Francia, Alemania o Bélgica, los efectos ya se dejan sentir. Hay barrios donde la lengua nacional ha cedido ante el árabe o el turco, y donde el código de costumbres responde más a normas comunitarias religiosas que a las leyes del Estado. En algunos tribunales se ha planteado aplicar la sharía en casos civiles, como disputas matrimoniales o herencias, generando tensiones con el orden jurídico nacional. En escuelas públicas, profesores han sido atacados o amenazados por abordar contenidos que son percibidos como “blasfemos”. Basta recordar el asesinato del profesor Samuel Paty en París, decapitado por mostrar caricaturas de Mahoma en una clase sobre libertad de expresión.
La autocensura se ha instalado en muchos espacios públicos. Medios de comunicación evitan ciertos temas para no incomodar, autoridades locales ceden ante exigencias comunitarias que socavan la igualdad de trato, y las universidades modulan su discurso para no caer en la trampa de lo políticamente incorrecto. Pero esa prudencia mal entendida tiene un costo: el debilitamiento progresivo del debate democrático.
Es legítimo preguntarse hasta qué punto puede Europa integrar sin disolverse. ¿Cuánto se puede ceder en nombre del respeto cultural sin poner en peligro las bases que sostienen la convivencia liberal? La respuesta no está en cerrar fronteras ni en alimentar discursos xenófobos, sino en fortalecer con claridad y convicción los principios no negociables de la vida democrática: la separación entre Iglesia y Estado, la libertad de conciencia, la igualdad de derechos y deberes, y la primacía de la ley civil.
No hay que temer decirlo: Europa debe defender su identidad. No una identidad étnica ni excluyente, sino una que se basa en el legado ilustrado, en el respeto al individuo, en el valor de la educación laica y en la protección de los derechos humanos. Defender estos valores no es intolerancia; es responsabilidad histórica.
La historia del continente está marcada por sus errores, pero también por su capacidad de aprender de ellos. Hoy, más que nunca, necesita mirar el presente con honestidad, nombrar los problemas sin eufemismos y actuar con firmeza antes de que la inercia del silencio se transforme en renuncia.