Chile limita al centro de una tristeza que no queremos sanar ni curar. Y no es una pena pasajera, ni una dolencia individual, sino un sentir compartido. Una suerte de estado del alma que se hereda y se cuela por las grietas de la historia, la geografía y también de las canciones. El Bloque Depresivo, el último gran fenómeno de la música chilena, no solo entendió aquello, sino que lo convirtió en un espectáculo masivo y lo hizo ritual.
La rápida venta de entradas para su primer Estadio Nacional, el próximo 20 de diciembre, confirma una vez más que lo del Macha y su Bloque es una historia que sobrepasa lo musical. Porque más allá del triunfo de la autogestión, lo que se ha construido es un espejo colectivo que, en vez de devolvernos una imagen convenientemente heroica, nos permite vernos frágiles, llorando por dentro, sin vergüenza, culpa, ni maquillaje.
Chile, lo sabemos todos, es un país encerrado entre la cordillera y el mar, con un clima introspectivo, una historia de omisiones y silencios, y una emocionalidad contenida. Habitar Chile es vivir con lo no dicho; experimentar la belleza desde cierta distancia, y, muchas veces, callar para no ser mal visto. Por eso no es precisamente una sorpresa que en los últimos años se haya consolidado un relato estético y emocional donde la pena, la nostalgia y la herida ocupan el centro. Lo del Bloque ha conectado con una ola que viene desde la sensibilidad quebrada del nuevo pop hasta la relectura de boleros y valses tristes que han hecho nombres como Mon Laferte. También hay otros hitos que sintonizan con esa emocionalidad contenida: el documental de Gepe y Margot Loyola; la revitalizada lectura en redes de Pedro Lemebel; montajes teatrales que en los últimos años han abordado la memoria y la orfandad emocional como La Amante Fascista y Muerte Accidental de un Anarquista; y hasta las películas de Dominga Sotomayor o Maite Alberdi pueden leerse en esta clave de una belleza triste.
Lo que hace El Bloque Depresivo, entonces, no es solo llenar el Nacional con canciones melancólicas. Es canalizar un clima de época y ofrecer un espacio emocional en una cultura que por años negó el desahogo y que disfrazó la pena de fuerza. Sus canciones hechas con un pie en la canción cebolla, otro en el bolero y el resto del cuerpo en la calle y la historia, permiten la vulnerabilidad en voz alta y eso en un país que se acostumbró a tragar la pena, es casi subversivo.
No es la alegría del éxito lo que se está cantando; es la dignidad de seguir pese a la traición, el desamor, la esperanza que no se rinde, la pena que no se esconde. Quizás por eso no necesitan de medios tradicionales, ni influencers pagados, ni la maquinaria mediática convencional para contar su historia. Porque cuando la emoción es auténtica, la industria se vuelve irrelevante. Y cuando un grupo como Macha y El Bloque Depresivo logra que miles de personas abracen su tristeza al unísono, ahí hay algo más grande que una simple moda.