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La economía de la mentira

La lógica es brutalmente simple. Una página trucha se construye con elementos creíbles -un periodista reconocido, un medio serio, una figura respetada- para generar confianza y hacer que la víctima caiga.

Todo partió con un mensaje de WhatsApp. Después otro. Y otro más. Algunos amigos me felicitaban. Otros, confundidos, me preguntaban si estaba bien. “Qué valiente”, me decían, por haber entrevistado a Alberto Larraín, el presidente de ProCultura, fundación investigada por malversación de caudales públicos. Pero la supuesta entrevista no había sido a ese Larraín, sino que a Bernardo Larraín Matte, el presidente de CMPC, a quien yo tildaba de mentiroso e increpaba, en público, por su estilo de vida y sus privilegios.

La conversación era tan frontal como falsa. Nunca ocurrió. Pero estaba publicada con mi nombre, mi cara, el logo de La Tercera, y una tipografía idéntica a la que usamos los medios. Lo más inquietante: al final de la nota se promocionaba una fórmula mágica para ganar dinero y que, se suponía, avalaba el propio Bernardo Larraín.

No era un error. Era una estafa. Y una que ya ha afectado a varios periodistas, figuras públicas, rostros de televisión y hasta medios enteros. Entrevistas inventadas con Diana Bolocco, titulares delirantes con Don Francisco, Felipe Bianchi, Daniel Matamala o Iván Valenzuela; audios deepfake, imágenes adulteradas.

Todo circulando en plataformas como Google o Facebook, que permiten -sin filtro alguno- que estos contenidos fraudulentos se promuevan como si fueran verdaderos. Y que además lucren con cada click.
Porque aquí no estamos hablando solo de desinformación con fines políticos, como lo que ya vimos con Cambridge Analytica o con las campañas sucias en elecciones. Esto es más peligroso aún: una industria que se ha sofisticado para manipular a ciudadanos, sin su consentimiento, con fines económicos.

Una economía de la mentira, donde lo que vale no es el contenido, sino el volumen. Donde el objetivo no es informar, sino atraer tráfico. Y donde la verdad dejó de ser rentable. Reclamar no sirve de mucho. Las plataformas no asumen responsabilidad alguna. Dicen ser “canales”, no editores. Aunque sí ganan dinero con cada aviso publicitario que aparece junto a estas falsedades. A veces, incluso, con marcas reales. Empresas que, sin saberlo, financian estas operaciones al comprar paquetes de publicidad digital sin preguntarse demasiado dónde terminarán sus anuncios. Solo importa el alcance. El click.

La lógica es brutalmente simple. Una página trucha se construye con elementos creíbles -un periodista reconocido, un medio serio, una figura respetada- para generar confianza y hacer que la víctima caiga. Y como nadie fiscaliza con rigurosidad, el ciclo sigue: cambian la URL, migran el contenido, replican el fraude.

Según un estudio del laboratorio Net-Lab, de la Universidad Federal de Río de Janeiro, esta industria de la desinformación digital ya representa el 30% del mercado publicitario global. Y es el segundo crimen organizado más rentable del mundo, solo detrás del narcotráfico.

Y, sin embargo, mientras los medios tradicionales deben responder ante tribunales, consejos de ética y otros reguladores, Google y Meta, no. Aunque hay indicios de que esto podría cambiar. El año pasado, Meta recibió una multa récord de 1.300 millones de dólares en Europa por violar normas de privacidad. Y hay procesos abiertos por desinformación en varios países. También en Chile: los canales de televisión están preparando una demanda por este mismo tema. Claro que aún no hay sanciones ejecutoriadas.Nadie ha pagado. Y mientras tanto, el modelo sigue funcionando con absoluta impunidad.

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