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Franco Parisi: cara de yo no fui

Parisi no es un adolescente que nunca entendió que ser padre implica deberes. Tampoco es un académico despistado que pasea hasta demasiado tarde con los alumnas, ni un político excéntrico con buenas intenciones que hace campaña desde otro país que el que quiere gobernar. Es alguien que calcula perfectamente sus errores.

En inglés le llaman awkward age, edad incómoda. Nosotros decimos edad del pavo. Un momento en que el cuerpo intuye lo que no entiende, y la cabeza deja de guiar del todo. Esa es la edad en que Franco Parisi se quedó a vivir. O peor aún: en la que eligió instalarse como personaje público.

No solo porque su voz parece aún en formación, sino porque su vocabulario tampoco ha madurado: no articula una frase entera en un castellano decente, por no hablar de propuestas, cifras o ideas mínimamente estructuradas. En el Encuentro de la Minería, al que asistió tras lloriquear por redes hasta lograr una invitación, Parisi dijo lo de siempre: que todos pueden ganar lo que quieran, como quieran, y que él, como presidente, será poco menos que el animador de un concurso donde todos pueden hacerse millonarios.

Pero fue más lejos. En un rapto de sinceridad de colegio de hombres del siglo pasado, soltó su gran propuesta: que los mineros puedan “enchular a sus viejas”. Esperaba aplausos. Recibió pifias. Como si no supiera que sus dos competidoras son mujeres de mediana edad. Como si ignorara que en el panel y en el público había muchas “viejas” que no buscan ser enchuladas por nadie. Aunque luego, en un gesto que lo retrata aun mejor, aclaro que “la vieja” era la vieja camioneta. Error posible como posible invento de una excusa, nadie sabe porque su manera atolondrado de conjugar los verbos y pasar del spanglish a la conversación de camarín da para que haya dicho una cosa u la otra, o las dos a la vez.

Ahora: no nos confundamos. Parisi no es un adolescente que nunca entendió que ser padre implica deberes. Tampoco es un académico despistado que pasea hasta demasiado tarde con los alumnas, ni un político excéntrico con buenas intenciones que hace campaña desde otro país que el que quiere gobernar. Es alguien que calcula perfectamente sus errores. Lo pifiaron, sí, pero logró lo que quería: que su intervención se replicara en todos los medios, eclipsando los dimes y diretes de sus rivales, que no pudieron disimular el fastidio que les provoca su estilo.

Ese estilo es su marca. Parisi ha comprendido, como pocos, que en tiempos de sobreinformación lo importante no es tener razón ni decir la verdad sino instalarse como personaje. Y para eso ha creado una máscara infalible: la cara de yo no fui. Expresión que creo Rubén Blades en Plástico, ese himno salsero de 1978 que describe con ironía el envase vacío del arribismo, del exitismo, de la mentira bien peinada. Esa canción olvidada por quienes más la necesitan advertía sobre el auge de un tipo humano que Franco Parisi encarna a la perfección: sonriente, sin culpa, sin pasado, sin datos, pero lleno de promesas que no se cumplirán.

La cara de yo no fui es la que se pone cuando uno dice barbaridades y después asegura que lo sacaron de contexto. Es la cara que permite negar lo evidente, improvisar cifras, insultar sin parecer agresivo. Es una máscara infantil, casi cómica, de expresión limpia y sonrisa eterna. Pero funciona porque es tranquilizadora. Porque desactiva la rabia y convierte el disparate en travesura. Porque ofrece a sus seguidores una coartada emocional perfecta: no estamos siendo manipulados, estamos jugando. Si no lo cumple, no importa. Si no aparece, da lo mismo. Si dice tonteras, es parte del show.

Y funciona también porque nos ofrece algo aún más tentador que el poder: la irresponsabilidad compartida. Nos permite deshacernos del peso de nuestras decisiones, de nuestros errores, de nuestras dudas. Nos invita a una utopía sin cuentas, sin consecuencias, sin culpa. Y eso —en un país donde todos estamos cansados, endeudados y asustados— tiene un magnetismo peligroso.

Parisi entendió —antes que Milei y justo antes que Trump— que esa edad del pavo, que muchos quisiéramos olvidar, es para otros un paraíso perdido. Porque a los 13 uno no paga cuentas, no se hace cargo de nadie, no entierra a sus muertos ni firma contratos. Tiene rabia fresca, sueños grandiosos y un ego recién salido del horno. No hay que gobernar, solo hay que gustar. Y él gusta: por bobo, por libre, por vivo.

Así, pase lo que pase, Franco siempre pone la misma cara. Se la pongan difícil o fácil, se la juegue o arrugue, lo aplaudan o lo pifien, él ya está listo con su máscara puesta. La cara de yo no fui. La cara de “me equivoqué pero igual tengo razón”. La cara de “vine, cobré y me fui”.

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