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Aerosmith y la voz que se apaga

Hoy, lo que se despide no es solo un hombre de 77 años: es un timbre, un registro y una emoción irrepetible.

Steven Tyler (77), la voz que alguna vez encendió estadios con lamentos y alaridos que parecían devorar el tiempo, ya no puede cantar. Su fractura de laringe en 2023 (una lesión prácticamente imposible de mejorar) no solo detuvo la gira de despedida de Aerosmith: también dejó en evidencia que cuando la voz de un cantante se quiebra, la identidad misma de una banda se tambalea. Porque no es lo mismo un músico que envejece que una voz que se extingue: la primera se acepta, la segunda desarma.

Desde los días caóticos de los toxic twins hasta los triunfos de Permanent Vacation y Get a Grip, Aerosmith se sostuvo sobre una marca sonora inconfundible: ese registro salvaje, entre rugido y gemido, que solo Tyler podía ofrecer. El resto de la banda podía fallar, los años podían acumular cicatrices, pero mientras esa voz estuviera, Aerosmith seguía siendo Aerosmith. Hoy, lo que se despide no es solo un hombre de 77 años: es un timbre, un registro y una emoción irrepetible.

La historia del rock está llena de ejemplos donde la voz se convierte en el eje del mito y también de su ocaso. Steve Perry, el inolvidable vocalista de Journey, decidió alejarse de los escenarios cuando percibió que ya no podía sostener el mismo caudal vocal. Su silencio fue tan doloroso como honroso: eligió preservar el recuerdo de su timbre intacto antes que arrastrarlo en giras nostálgicas.

Otros, en cambio, supieron reinventarse. Robert Plant, que en los 70 alcanzaba agudos imposibles con Led Zeppelin, perdió ese registro muy joven tras problemas en las cuerdas vocales. Pero no lo vivió como derrota, sino como punto de inflexión: transformó su canto hacia terrenos más graves, exploró folk, blues y world music, y convirtió la limitación en una virtud artística. Ian Gillan, de Deep Purple, siguió un camino parecido: el hombre que gritaba Child in Time con notas imposibles fue modulando con los años, encontrando nuevas texturas que le dieron longevidad sin caer en la autoparodia.

También hay quienes han sabido administrar con astucia su repertorio. Leonard Cohen nunca fue un tenor, pero en su ocaso convirtió su voz grave y quebrada en pura autoridad poética. Johnny Cash, en sus últimos años, cantaba casi susurrando, pero ese susurro cargaba más peso que cualquier alarido de juventud. Incluso Frank Sinatra, en su etapa final, adaptaba tonos y tempos, entendiendo que el instrumento ya no era el mismo, pero que el arte residía en la interpretación.

En el otro extremo, los ejemplos más crueles: Axl Rose (Guns N Roses), David Lee Roth (Van Halen), Brian Johnson (AC/DC), Jon Bon Jovi (Bon Jovi), Roger Daltrey (The Who) han sido cuestionados en vivo cuando la caricatura reemplaza a la potencia original. La guitarra puede ser reemplazada, el baterista puede cambiar; pero cuando se pierde la voz, lo que muere es la identidad.

La belleza del ocaso, entonces, no está en estirar el mito hasta la parodia, sino en saber callar a tiempo. Joe Perry, el otro histórico de Aerosmith, lo confesó hace pocos días: “Steven (Tyler) no quiere y no puede volver a salir de gira”. Y ese reconocimiento es lo que asegura que Aerosmith no quede arrastrado en la memoria, sino suspendido en el eco de sus himnos. Ozzy Osbourne entendió lo mismo. Su adiós no fue una renuncia a la vida, sino un acto de lucidez: el reconocimiento de que ese puente entre cuerpo y mito que es la voz también se gasta. Y en ese silencio, paradójicamente, la música queda intacta.

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