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El antisemitismo cambia de disfraz

Reflexionar sobre el antisemitismo hoy no es un acto de memoria pasiva. Es un llamado a desenmascarar las formas en que el odio se recicla, a reconocer cuándo la crítica legítima se transforma en negación de derechos, a no aceptar dobles estándares que reducen la igualdad a un privilegio.

El antisemitismo no es un residuo del pasado, ni una sombra que se desvanece con los años. Es un odio que muta, que cambia de ropaje para sobrevivir en cada época. A veces se presenta con la crudeza brutal del Holocausto; otras, con la sutileza de un comentario en redes sociales, de un prejuicio camuflado en el lenguaje de la política o del activismo. Pero, bajo todas esas formas, late la misma idea: negar la dignidad, la historia y el derecho de un pueblo.

Durante siglos, las justificaciones fueron delirantes, pero creíbles en su tiempo. En la Edad Media se acusaba a los judíos de sacrilegios y crímenes absurdos: envenenar pozos, profanar hostias, usar sangre de niños en ritos secretos. Hoy esos relatos suenan inverosímiles, pero cumplieron su objetivo: convertir a toda una comunidad en culpable permanente. Y cuando esos mitos se agotaron, aparecieron otros. Negar la Shoá, relativizar masacres recientes, presentar la independencia judía como un “error histórico”: las formas cambian, el mecanismo es el mismo.

El siglo XXI trajo consigo un disfraz especialmente eficaz: el del antisionismo radical. No se trata aquí de criticar políticas concretas de un gobierno, algo válido y necesario en cualquier democracia, sino de negar que el pueblo judío tenga derecho a un Estado. Esa negación se pronuncia, muchas veces, desde lugares que aceptan sin dificultad la existencia de países mucho más jóvenes, creados hace apenas un par de siglos. El doble estándar es evidente: solo el pueblo judío debe justificar, una y otra vez, su derecho a existir.

Este matiz es fundamental. Quien sueña con un mundo sin fronteras ni Estados puede al menos ser coherente en su utopía. Pero cuando la única nación cuya soberanía incomoda es la judía, lo que se expresa no es un ideal global, sino un prejuicio selectivo. Y ese prejuicio tiene nombre: antisemitismo. Que se oculte tras la palabra “antisionismo” no lo hace menos dañino; al contrario, lo vuelve más aceptable para quienes prefieren no ver la discriminación allí donde se disfraza de argumento razonable.

El verdadero peligro no está solo en quienes promueven abiertamente el antisemitismo, sino en quienes lo toleran bajo excusas. El silencio, la indiferencia, el “no es mi problema”, son los aliados más fieles de la discriminación. La historia del siglo XX lo demostró con dolorosa claridad: la barbarie no surge de un día para otro, sino del terreno fértil que le deja la indiferencia colectiva.

Reflexionar sobre el antisemitismo hoy no es un acto de memoria pasiva. Es un llamado a desenmascarar las formas en que el odio se recicla, a reconocer cuándo la crítica legítima se transforma en negación de derechos, a no aceptar dobles estándares que reducen la igualdad a un privilegio. Porque cuando se cuestiona la existencia de un pueblo entero, no se discute solo su destino: se erosiona la base misma de nuestra convivencia.

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