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Más votos, más democracia

Mientras más ciudadanos participan, más se refuerza la legitimidad de las decisiones del Estado. Esa es la esencia de la democracia: transformar voluntades individuales en un mandato colectivo. Una participación amplia reduce el margen para la desconfianza, fortalece la cohesión social y evita que decisiones fundamentales queden bajo la sospecha de representar solo a una minoría movilizada.

En la era de los algoritmos y la desinformación, las democracias enfrentan un desafío monumental: sostenerse en medio de la fragmentación. Las redes sociales instalan agendas en segundos, los liderazgos se miden en likes y la desconfianza ciudadana crece a un ritmo vertiginoso. En este escenario, no basta con discursos bienintencionados; necesitamos reglas claras, aplicables y coherentes. El voto obligatorio es —o debiera ser— una de ellas.

La Cámara de Diputados acaba de aprobar un proyecto que lo consagra, pero sin multas ni sanciones para quienes no concurran a las urnas. Esa contradicción amenaza con vaciar de contenido una de las herramientas más potentes para validar la democracia. Porque cuando una ley se declara obligatoria, pero no prevé consecuencias por incumplirla, transmite un mensaje devastador: que las normas pueden proclamarse sin cumplirse.

Mientras más ciudadanos participan, más se refuerza la legitimidad de las decisiones del Estado. Esa es la esencia de la democracia: transformar voluntades individuales en un mandato colectivo. Una participación amplia reduce el margen para la desconfianza, fortalece la cohesión social y evita que decisiones fundamentales queden bajo la sospecha de representar solo a una minoría movilizada.

El voto obligatorio también es un dique frente a la democracia de los extremos. En sistemas voluntarios, los partidos concentran sus esfuerzos en movilizar a sus bases más leales, y las campañas comunicacionales terminan diseñadas para convencer a nichos ideológicos, no al conjunto del país. El resultado es una política estridente, polarizada y poco representativa. El voto obligatorio obliga, en cambio, a construir discursos más amplios, a persuadir a una mayoría diversa, a hablarle al votante medio. Es un antídoto contra la política de trincheras y un resguardo frente a las fake news que prosperan en contextos de baja participación.

Chile no puede permitirse leyes meramente simbólicas. Cada norma sin consecuencias erosiona un poco más la confianza en las instituciones, y esa confianza es el cimiento de toda democracia. El Senado tiene hoy la oportunidad de corregir la incoherencia y dotar de eficacia a una regla que, bien diseñada, valida las decisiones del Estado y protege al sistema político de la deslegitimación.

En tiempos en que la mentira corre más rápido que las políticas públicas, la democracia necesita señales firmes de solidez. Pocas son tan poderosas como una ciudadanía que vota masivamente, no solo por conveniencia, sino porque entiende que en ese acto se sostiene el pacto social. Junto con las sanciones que hacen efectiva la ley, las autoridades deberían avanzar en paralelo en un trabajo sostenido de educación ciudadana y cívica, para que cada vez más personas participen desde el convencimiento genuino de que su voto es el motor de la democracia. Solo así podremos hablar de un fortalecimiento integral de nuestras instituciones.

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