A los 19 años, Paula padecía una enfermedad neurodegenerativa incurable que le causaba dolores insoportables y pérdida progresiva de funciones. En un video dirigido al presidente pidió eutanasia: falleció en 2019 y su historia abrió en Chile el debate sobre el derecho a una muerte digna.
La vida, en su esplendor y en su ocaso, es el territorio más íntimo que habitamos. Sin embargo, en su final, ese territorio suele ser invadido, medicalizado y arrebatado por un sistema sanitario que muchas veces olvida a las personas entre los protocolos. El proyecto de ley de eutanasia que hoy debate Chile no es solo una propuesta legal, es un espejo que refleja a nuestro funcionamiento en sociedad: cómo honramos la autonomía, cómo acompañamos en el sufrimiento y cómo definimos, en el siglo XXI, lo que significa una muerte digna.
Desde la prensa, se nos informa con mesura técnica: el proyecto permite que personas con enfermedades terminales, con un sufrimiento irreversible y de plena conciencia, puedan solicitar ayuda médica para morir. Se habla de comités de evaluación, de múltiples solicitudes, de la objeción de conciencia. Se esboza un marco, un andamiaje legal necesario para evitar abusos. Y si bien esto es crucial, la discusión no puede quedarse enmarcada en protocolos o solo aspectos legales. Reducir el debate a lo procedimental es, en sí mismo, una forma de evadir el núcleo ético y humano que late en su centro.
Nos surgen preguntas: ¿nuestro modelo garantiza una vida digna para todos? ¿Cómo podemos, entonces, hablar de muerte digna? ¿Nos preguntamos si el cuidado paliativo es de calidad y accesible para todos, y qué nos falta para que así sea?
En Chile, los cuidados paliativos dejaron de ser un privilegio y pasaron a ser un derecho gracias a la Ley N° 21.375. Su propósito es simple y profundo: aliviar el sufrimiento, acompañar a las familias y permitir que la vida, incluso en su último tramo, conserve sentido y dignidad. No se trata solo de controlar el dolor, sino de ofrecer humanidad y calidad de vida en un momento donde cada gesto importa. En este marco, la sedación paliativa se ha convertido en una herramienta disponible para aliviar síntomas refractarios —como dolor intratable, disnea o angustia extrema— cuando ya no existen otras alternativas efectivas. Es una práctica legítima y reconocida, que busca mitigar el sufrimiento sin acelerar la muerte, y que constituye parte esencial de un buen morir.
Sin embargo, todavía estamos lejos de garantizar estos cuidados para todos. La cobertura sigue siendo desigual, los equipos son insuficientes y hablar de la muerte continúa siendo un tabú. Desde la mirada de salud pública, esta deuda no es solo técnica, es ética: ninguna persona debería ver vulnerada su autonomía ni su derecho a un final digno por el lugar donde vive o los recursos que tiene. Fortalecer los cuidados paliativos —incluida la sedación paliativa cuando es necesaria— es asegurar que, hasta el último suspiro, la vida sea respetada en toda su humanidad.
Pero la crítica también debe mirar hacia nosotros, hacia nuestra relación con la finitud. En una cultura que idolatra la juventud, la productividad y la salud, la vejez y la enfermedad se ven como enemigos a derrotar. El “final digno” corre el riesgo de ser secuestrado por una nueva presión social: la de tener que “elegir bien” cómo morir, de no ser una carga.
También comprender que la discusión sobre la eutanasia no es un desprecio a la vida, sino todo lo contrario: es la afirmación más profunda de su valor. Es decir: “Mi vida tiene tal valor que solo yo puedo definir el punto donde el sufrimiento la vacía de sentido”. Es un acto de amor propio en la adversidad más extrema. Como han expresado algunos testimonios en la prensa, no se trata de querer morir, sino de dejar de padecer una vida que ya no se reconoce como tal.
Este debate nos interpela a todos. Nos obliga a conversar en familia, a romper el tabú. ¿Qué queremos para nuestros padres? ¿Qué queremos para nosotros? No es solo una ley: es una ley para humanos frágiles, vulnerables, que piden, como último acto de amor, el control sobre su propia narrativa.
Hablar sobre la ley de eutanasia es un paso necesario en una sociedad madura y compasiva. Pero debe venir acompañado de una revolución en nuestro sistema de cuidados paliativos, de una educación sobre la muerte y de un compromiso férreo con la vida digna hasta el último suspiro. No basta con permitir morir. El desafío ético es, y será siempre, aprender a acompañar al buen morir.