“Cream, anota Cream ahí.”
“¿Cream? ¿Para qué?”
“Anota, anota ahí, Cream, Cream, Cream…”
“¿Pero para qué quieres que ponga crema en esa parte de la historia? No lo entiendo.”
“¡Es la banda! La banda Cream. Clapton. Sunshine of Your Love, quiero que suene ahí, en esa parte.”
La anécdota la cuenta Nicholas Pileggi, autor de Wiseguy, el libro en que se basó Goodfellas, y que adaptó junto a Scorsese para dar forma a una de las películas más influyentes del siglo XX. Y la escena resume su método: un director que piensa con el oído, que concibe la música no como fondo ni adorno, sino como parte troncal del relato.
Porque si hoy Scorsese es el cineasta más influyente del mundo, no es solo por su talento visual o su dominio narrativo, sino porque definió la forma de hacer cine moderno: un cine donde el ritmo y la música son el corazón de la historia.
Su relación con el sonido comenzó mucho antes de la fama. Scorsese debutó como montajista en Woodstock (1970), el documental sobre el mítico festival que lo marcó para siempre. Allí entendió que el montaje era una cuestión de pulso, que la emoción podía construirse como un acorde. Desde entonces, su cine respira con ese mismo compás.
Tres años después, en Mean Streets (1973), firmó una de las escenas que cambió para siempre la relación entre música e imagen: Johnny Boy (Robert De Niro) entra al bar en cámara lenta, bajo una luz roja intensa, mientras suena Jumpin’ Jack Flash de los Rolling Stones. Es el primer gran momento en que la música se vuelve gravitante. No acompaña: define el tono, el carácter, la tensión. Es la irrupción de la modernidad. Muchos críticos han visto allí el germen del videoclip: una cámara que baila al ritmo de una canción.
En Taxi Driver (1976), convenció al legendario Bernard Herrmann -el mismo de Psicosis y Vértigo– para componer la música que acompañaría la alienación de Travis Bickle. Fue una de las últimas partituras del maestro, que murió pocas horas después de grabarla. Herrmann tradujo la paranoia urbana y la soledad del personaje en una partitura inquietante, donde el jazz se mezcla con la neurosis. Scorsese entendió que ese sonido no debía embellecer la locura, sino reflejarla. La trompeta melancólica, casi febril, funciona como una voz interior: el eco de una conciencia que se derrumba. Es el primer gran ejemplo de cómo, incluso en el silencio, su cine sigue siendo música.
En Apuntes del natural, su segmento de Historias de Nueva York (1989), Lionel Dobie (Nick Nolte), un pintor atormentado por su arte y su deseo, escucha una y otra vez A Whiter Shade of Pale de Procol Harum. Scorsese monta la escena como si dirigiera una orquesta: cada trazo, cada respiro, cada golpe de pincel responde a la música. Es una sinfonía visual sobre la obsesión.
En Goodfellas (1990), Jimmy Conway (De Niro) planea un asesinato mientras suena Sunshine of Your Love: la batería marca el pulso del crimen. Más adelante, Henry Hill (Ray Liotta) rompe la cuarta pared al ritmo de My Way en la versión punk de Sid Vicious: el clasicismo convertido en nihilismo. En Casino (1995), gastó más de dos millones de dólares en derechos musicales para garantizar que cada canción correspondiera a su tiempo y su contexto. En La última tentación de Cristo (1988), le encargó a Peter Gabriel una banda sonora que mezclara lo sagrado y lo terrenal, para convertir la Pasión en un trance espiritual.
Y en El lobo de Wall Street (2013), esa idea regresa con una fuerza descomunal. El ascenso frenético de Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) suena a Mrs. Robinson, Gloria y Baby Got Back. Cada tema no solo define una época: retrata un estado mental. Scorsese monta la codicia como un clip maníaco: cada riff, cada estribillo, es una línea de cocaína más. La música no embellece la corrupción, la desnuda.
Es una comprensión rítmica y moral del sonido y explica por qué Scorsese es el referente mayor de toda una generación. Sin él, Tarantino no habría encontrado su ironía sonora; Paul Thomas Anderson no habría concebido la cadencia febril de Boogie Nights; Todd Haynes no habría hecho del glam una forma de identidad política. Todos aprendieron que una canción podía ser también una línea narrativa, una voz interior, una forma de mirar el mundo.
Pero su vínculo con la música va aún más allá de sus ficciones. Scorsese filmó The Last Waltz (1978), el registro del concierto final de The Band, que definió la estética del documental musical moderno; luego dirigió No Direction Home (2005), su monumental retrato de Bob Dylan; Living in the Material World (2011), su viaje espiritual por la vida de George Harrison; y Shine a Light (2008), donde capta la energía indestructible de los Rolling Stones. Su filmografía documental confirma que la música no fue un complemento en su carrera, sino su otra religión.
En la nueva miniserie documental de Apple TV, actores como Daniel Day-Lewis, Leonardo DiCaprio y Spike Lee, junto a músicos como Mick Jagger, coinciden en una misma idea: Scorsese entiende la música como pocos. “Sabe exactamente qué canción poner y por qué”, dice Jagger. “No solo porque le gusta, sino porque entiende lo que significa.”
Esa es, quizá, la definición más precisa de su genio. Scorsese no elige canciones: elige emociones. Filma con ritmo, monta con oído y narra con alma. En su obra, cada acorde tiene un valor moral, cada silencio es parte del relato, cada canción abre una puerta a la conciencia. Por eso su cine sigue vivo. Porque sigue sonando, y late como un corazón eléctrico, culpable y devoto, que respira al compás de una vieja canción.