Hay decisiones políticas que no se miden solo por su legalidad, sino por su carga simbólica y por el mensaje que envían al mundo. La política exterior del gobierno del presidente Gabriel Boric respecto de Israel ha terminado por instalar a Chile en una zona incómoda: aquella donde la crítica legítima a un Estado se mezcla con una narrativa selectiva, ideologizada y, para muchos, peligrosamente cercana a la normalización del prejuicio.
No se trata de exigir neutralidad moral ni de negar el derecho a cuestionar las acciones del gobierno israelí. Se trata, más bien, de cómo se hace, con qué énfasis y con qué silencios. Chile ha optado por una política de gestos unilaterales, declaraciones altisonantes y omisiones calculadas que, lejos de contribuir a una diplomacia responsable, han erosionado su credibilidad como actor equilibrado en el concierto internacional.
El retiro de embajadores, la reiteración de condenas sin contrapeso, y la ausencia de una condena igualmente firme frente a actos terroristas contra civiles han configurado una señal clara: el conflicto israelí-palestino es utilizado como una plataforma identitaria interna, más que como un desafío diplomático que exige prudencia, consistencia y sentido de Estado.
En el plano comparado, el contraste es evidente. Gobiernos progresistas de Europa y América Latina han aprendido, con un alto costo histórico, a separar la crítica a un gobierno de la estigmatización simbólica de un pueblo. Alemania, Francia o España han sido enfáticos en sostener esa línea, precisamente porque conocen las consecuencias de cruzarla. Chile, en cambio, parece decidido a experimentar con una diplomacia de trinchera, convencido de que la pureza moral exime de responsabilidad política.
El problema no es solo externo. Cuando el presidente de la República insiste en una narrativa que reduce un conflicto complejo a una lectura binaria (opresores y oprimidos, buenos y malos), el efecto interno es inevitable. Parte de la comunidad judía chilena ha expresado, reiteradamente, su preocupación por el clima que estas señales generan: no porque se critique a Israel, sino porque se hace sin el cuidado mínimo de diferenciar Estado, gobierno y comunidad, una distinción básica en cualquier democracia madura.
Y aquí aparece el punto más delicado. El uso político del conflicto Israel-Palestina en Chile no responde a una estrategia de paz ni a un rol mediador; responde a una lógica de posicionamiento ideológico doméstico, donde el escenario internacional funciona como espejo de disputas internas. El riesgo es evidente: cuando la política exterior se convierte en un instrumento de identidad política, el país pierde capacidad de maniobra, prestigio y autoridad moral.
No es casual que esta postura haya aislado a Chile de socios tradicionales ni que haya generado incomodidad en foros multilaterales. Tampoco es casual que, mientras se multiplican las declaraciones, la contribución concreta de Chile a soluciones reales sea prácticamente inexistente. Mucho gesto, poco impacto. Mucha épica, escasa diplomacia.
Hay algo profundamente preocupante en esta deriva. Chile construyó durante décadas una política exterior reconocida por su prudencia, profesionalismo y equilibrio. Hoy, esa tradición está siendo reemplazada por una diplomacia emocional, donde la convicción sustituye al cálculo y la señal interna pesa más que la responsabilidad global.
El problema, en definitiva, no es Israel. El problema es Chile. O, más precisamente, la decisión de su liderazgo de cruzar una línea que otros países aprendieron a no cruzar. Porque cuando un gobierno abandona la distinción entre crítica política y simbolismo identitario, no sólo tensiona relaciones internacionales: abre una grieta interna que luego dice no entender. Y pavimentar esa grieta debe ser prioridad para las próximas autoridades del país.
Quizá en el futuro este período sea recordado como una etapa de mucha neblina diplomática. O tal vez como el momento en que Chile, convencido de estar del lado correcto de la historia, olvidó que en política exterior las causas no se abrazan: se administran.