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Chile, según Ampuero

Desde su “jardín de Epicuro” en Olmué, Roberto Ampuero medita sobre nuestro país, política internacional, Dios, las elecciones y la necesidad de un nuevo sueño nacional. Entre árboles generosos y en conversación pausada, el escritor que fue embajador y canciller nos cuenta que hoy tiene en el silencio de la montaña muchas respuestas que no encontró en el ruido de la ciudad.

Es intrincado el camino para llegar a Roberto Ampuero. Saliendo de la autopista, una angosta senda se interna en la mañana adentro en un subibaja sinuoso que obliga a mantener todos los sentidos en la ruta. Sin embargo, el sobrecogedor paisaje de La Dormida -el cielo azul intenso, el verde virgen de los cerros y los cactus florecidos en primavera- no hace sino distraer.

Así se llega a Olmué, el lugar que desde hace tres años es el refugio de Ampuero. En este pueblo montañés, el escritor y ex canciller trabaja incansable en sus memorias, ha forjado amistad con olmueínos de raza y analiza la actualidad nacional con la perspectiva singular de quien ha sido habitante del mundo.

–Vivir aquí ha expandido mi forma de percibir la realidad y el país – dice, mientras enseña orgulloso su “jardín de Epicuro”, un oasis de verdor impactante, que es custodiado por un busto del filósofo griego. –Hay algo que tiene que ver con la intensidad de las relaciones humanas y el vínculo con la naturaleza. Aquí entiendo mejor a Chile y a los chilenos.

La casa la construyó junto a su mujer hace más de tres décadas y entonces plantaron la higuera y el canelo que hoy presiden grandiosos el jardín, rodeados de rosas y siemprevivas. Durante 35 años, la parcela fue un lugar de paso. Bajo su parrón se granaron los Diálogos de conversos y hasta ahí llegaba cada verano la familia para disfrutar algunas semanas de vacaciones.

–Aquí nuestros hijos hicieron su conexión con Chile. Era una experiencia anual que suspendía el invierno del norte y los traía a este paraíso de primos, piscina y fruta – recuerda con evidente nostalgia.

Por eso, al terminar el periodo en la Cancillería y regresar a un Chile aún destruido por el estallido, Roberto y su mujer decidieron asentarse en esa casa que los había estado esperando por tanto tiempo. A Santiago va solo si es imprescindible y los días transcurren en Olmué al ritmo calmo y amodorrado que tienen los pueblos pequeños. No faltan los campeonatos de rayuela, las vacas vecinales para pavimentar calles y los domingos de misa. Y es que Ampuero, que hasta hace poco se consideraba agnóstico, hoy se siente muy cercano a Dios.

–La naturaleza recoge y tiene un efecto en lo filosófico y en lo religioso– asegura. – Con mi señora dedicamos mucho tiempo a observar las estrellas, estudiar las constelaciones, dejarnos maravillar por esa historia infinita que hay en el cielo. Eso me ha asombrado mucho, me ha enseñado a dudar, me ha llevado a hacer reflexiones profundas. Aquí uno entiende que la fe y la esperanza son lo mismo. En la naturaleza hay cosas que te remecen, cosas sobre las que yo había leído, pero que aquí he experimentado. El ciclo lunar, la comunicación de las tórtolas, el traqueteo de los caballos en el asfalto cuando la gente vuelve por las noches a sus casas, la ruta invisible que uno conoce por el ladrar de los perros. Todo eso que la ciudad aplasta, está muy vivo aquí y es muy poderoso.

En Olmué, Ampuero es un vecino más. La gente lo saluda al pasar y él conoce el nombre de muchos. Sobre todo en la cafetería El Copihue, donde lo reciben con cariño y le ofrecen el café “de siempre”. Hasta ahí se acerca casi cada mediodía para unirse a una larga mesa abierta a la que, a las doce en punto, llega una veintena de hombres que, como Ampuero, han elegido ese pueblo para retirarse. O que han vivido allí toda la vida. Los hay empresarios, marinos, agricultores, abogados y un par de profesores jubilados. En medio del murmullo de vasos y cubiertos, la conversación salta del clima a la política, de los nietos a los libros.

–Son hombres de mundos diversos, que traen sus vivencias a la mesa. Aquí conversamos de todo, siempre en un tono muy respetuoso y cordial. Los que vienen de la ciudad, suelen ser nostálgicos de otros tiempos y de otros mundos. Más parecidos a mí en eso. Los que son nacidos y criados en Olmué, en cambio, son gente sin nostalgia geográfica, con añoranzas solamente temporales respecto de su propio pasado. Personas que conocen cada pájaro por su canto, miran el cielo y saben con certeza si va a llover mañana. Eso para mí ha sido un aprendizaje maravilloso.

Ampuero se ve feliz y en paz, aunque Chile le quita el sueño de tanto en tanto. Es el efecto Olmué, que le da la calma y el silencio necesarios para observar y reflexionar sobre la brecha que ve entre lo que se debate en Santiago y lo que se vive en el Chile profundo.

–Escucho con atención los programas de conversación política y veo mucha distancia entre esos análisis teóricos y lo que viven las personas reales. Los especialistas analizan la situación de Chile como si estuvieran hablando de un lugar lejano, pero lo que ocurre en el país es muy diferente en la percepción de quienes viven pegados a la tierra. Aquí hay un tema existencial profundo: hablar de la situación país es hablar del drama en que cada uno está inmerso.

–La crisis migratoria, ¿es un tema que afecta el día a día de las personas con que compartes?
–Sin duda y, como en todo, las opiniones son muy diversas. La migración existe en muchas partes de Chile -Olmué no es la excepción- y puede ser algo muy positivo, pero debe comprenderse desde un principio clave: you play by the rules. Y eso es lo mínimo que Chile tiene que exigir a quienes llegan de afuera: aquí son bienvenidos los que vienen a aportar, pero tienen que respetar las leyes. No todos los latinoamericanos que dejan sus países son delincuentes, la mayoría no lo es. Se trata de gente sufrida, que deja su tierra para poder mantener a la familia. La gente no se va porque quiere de su país, lo hace porque está en una situación desesperada. Entonces no creo que haya que cerrar las fronteras, pero sí asegurarlas y dar señales de dureza.

–¿Están los políticos en ese debate teórico o ellos sí perciben mejor la realidad?
–Veo un divorcio absoluto entre la clase política y el mundo real. Los políticos viven en una burbuja social, geográfica, en una burbuja también en términos de las relaciones que instalan y respecto de las preocupaciones profundas de las personas. Y lo peor es que tampoco están formados, son políticos sin doctrina, a veces voceros de sí mismos, que pertenecen a partidos que cambian y se transforman permanentemente. Las personas ya no saben a qué atenerse y nos pasamos en bandazos de un extremo a otro. Y eso es decisión nuestra. Somos los chilenos los que estamos escogiendo el camino, a través de los políticos que votamos y las elecciones que hacemos. De pronto estamos por una constitución bolivariana, luego queremos la constitución de Pinochet. En un momento elegimos a un presidente de izquierda y, cuatro años después, a uno de derecha. Pero cada uno borra con el codo lo que el otro escribió con la mano, y eso no nos permite avanzar como país.

–¿A qué responde esa “irresponsabilidad” electoral que percibes?
–A falta de educación. Lo que une a los países es una educación mínima amplia, que genere cierta horizontalidad. Pero en Chile no la tenemos y eso es lo que nos impide ver cuáles son las personas adecuadas para representarnos y para solucionar las crisis. El gran pecado de la transición fue el descuido de la educación pública: no tenemos formación en historia, humanidades, educación cívica, tampoco en pensamiento lógico o crítico, entonces caemos en el juego de dejarnos tentar por los candidatos que ofrecen la solución más rápida. Esa falta de educación es lo que no nos permite discernir entre lo que es populista y lo que es realista.

–¿Dirías que hay un problema con la identidad nacional, entonces?
–Sin duda. No tenemos una identidad sólida ni firme, y eso es muy delicado. Hay una deuda en la formación y en el asentamiento de nuestra identidad nacional. Todos los países necesitan un sueño, un proyecto común que una a sus ciudadanos. En Chile, el último proyecto nacional que tuvimos fue en los años 80, lo inició el régimen militar y luego se continuó en democracia. Queríamos modernizarnos, abrirnos al mundo, hacer más eficiente la economía. Éramos pequeños, pero ese sueño nos movió como país. Nos abrimos al Asia, se construyeron carreteras, se cimentó la democracia, pero algo ocurrió en el camino: el espíritu inspiracional se fue perdiendo. Hoy son muchos los chilenos que se preguntan “¿para qué nos sirvió la democracia?”. Y muchos más están dispuestos a ceder sus derechos individuales con tal de que se les garantice, por ejemplo, la seguridad. Es algo muy triste.

–¿Qué posibilidades hay de conseguir esa unidad nacional y armar ese sueño común en un Chile como el de hoy, que está tan dividido?
–No es fácil, pero se puede. Necesitamos esa base, ese lenguaje y mirada comunes que nos permitan hacer un análisis crítico, con sentido de realidad y con visión de futuro. Y necesitamos también líderes serios y preparados, que digan “éste es el camino”, que sustenten sus ideas en grandes pensadores y estudiosos, y que sean transparentes al indicar que el camino será largo, que va a tomar tiempo, que será difícil. Los políticos tienen que poder explicarle a la ciudadanía -y la ciudadanía tiene que poder entender- que la forma de resolver la crisis implica apretarse el cinturón, hacer esfuerzos de largo plazo y pasar un tiempo complicado antes de estar bien. No es fácil lograr todo esto, pero estoy seguro de que podemos hacerlo. Pese a las brechas enormes que tenemos, a mí me conmueve mucho que, bajo ciertas circunstancias, se despierta en Chile una llama muy poderosa. Y ahí está mi esperanza. Si fuimos capaces de salir de la dictadura militar, a través de un proceso negociado, y conducir al país por una ruta que generó admiración, respeto, inspiración y celebración en todo el mundo… ¿cómo no vamos a poder salir de esto?

–Hay esperanza, entonces…
–Siempre hay esperanza, pero hay que ponerle foco. Desde un comienzo, nuestro país ha sido marcado por un espíritu fuerte de resiliencia. Es un país muy guerrero, que nunca la ha tenido fácil. Pero hay una fuerza en el alma chilena que va mucho más allá de lo que uno se imagina. Y quiero pensar que, así como surge esa luz de solidaridad y de unidad nacional durante las catástrofes que nos asolan de vez en cuando, también somos capaces de unirnos para mejorar nuestra Patria. Además, tenemos una institucionalidad que es fuerte, aunque quizás demasiado flexible, en el sentido de que siempre nos arreglamos para surfear las crisis y eso puede dejar la sensación de que se están resolviendo los problemas, aunque no sea así. Podemos seguir surfeando, pero ello no elimina los peligros que nos amenazan y tampoco nos permite avanzar.

Todos los días, no importa el clima ni el humor, Ampuero está sentado en su escritorio a las seis de la mañana para comenzar a escribir. Es un pájaro mañanero, dice. Ahora mismo está ocupado terminando de corregir su próximo libro, una selección de recuerdos y reflexiones de su vida como diplomático y canciller, donde entre otros, narra episodios notables junto a Piñera, Duque, Frei Ruiz-Tagle, Lagos y Trump.

–Detrás de la Cancillería, hay toda una vida desconocida que nadie imagina. Se tiende a pensar que la diplomacia es algo frívolo, que se trata de actividades sociales y cócteles, cuando lo cierto es que es un trabajo muy intenso, agotador, lleno de costos personales y preocupaciones.

El recuento de sus años como ministro de Relaciones Exteriores y luego como embajador en España y México, sumado a la actualidad nacional pre elecciones, han enfrentado a Ampuero a viejas ansiedades. Está muy preocupado por el panorama internacional y las últimas intervenciones del presidente Boric.

–La situación es compleja porque estamos ante un cambio de paradigma y en medio de una competencia muy dura y de largo plazo entre Estados Unidos y China. Eso genera una inestabilidad en el mundo que es muy delicada para países del tamaño del nuestro o que no están firmemente aliados con una potencia que, llegado el momento, los pueda proteger. En Chile no estamos conscientes de esto y, lo más inquietante, es que ni el mismo presidente lo está. A nivel internacional, Chile es un país digno, con un peso dentro de la región, pero que tiene que andar con cuidado, sin lanzar a las superpotencias canillazos que luego pueden devolvernos con creces. Además, por razones geográficas y económicas, tenemos desafíos que son difíciles y que pueden ser peligrosos para el futuro y la estabilidad del país. Tenemos una costa de 4.300 kilómetros en el Pacífico, una posición geográfica única, la soberanía del Estrecho de Magallanes, el acceso a la Antártica, una fuente potente de energías renovables, tenemos el cobre y el litio. Todo eso nos debe poner en una situación de responsabilidad y cuidado, de tomar conciencia de los peligros que encierra tener un país así de vasto, atractivo y con poca población. Nuestras ventajas son también nuestros desafíos y pueden ser peligros para los cuales debemos estar preparados.

–¿Cómo nos hacemos cargo de una amenaza así?
–Primero, necesitamos un presidente que se mueva con prudencia y asertividad, que no ande a patadas con Estados Unidos. ¡Es un mundo muy peligroso para permitirse esas frivolidades! Y, lo más importante, con un sólido proyecto nacional compartido. Tenemos que desarrollar una estrategia internacional a mediano plazo, definir quién será nuestro aliado, cómo nos alineamos con ello y cómo defendemos lo que tenemos. Las superpotencias están pensando a largo plazo. Ellos están viviendo el presente, pero con una estrategia hasta el año 2050. Nosotros, en cambio, somos los eternos analistas del presente. Al futuro no le entramos, nos causa vértigo. Y permanecemos atados al pasado. Estamos limitados por el eje temporal y eso es parte esencial de lo que tenemos que pensar y hacernos cargo como país.

Es hora de la siesta en Olmué y el frenesí acompasado de la mañana ha decaído en la plaza principal, donde solo unos pocos disfrutan de los escasos rayos de sol que se cuelan entre la niebla. El Copihue ha quedado casi vacía. Ampuero vuelve a su héroe griego.

–Epicuro estaba convencido de que se necesitan pocas cosas para ser dichoso: un jardín, nueces, algo de queso, aceitunas y agua fresca, y amigos, no muchos, con los cuales conversar. Eso busco y encuentro aquí en Olmué, ¿sabes? Y lo hago sin necesidad de desconectarme del todo, porque el internet me permite la comunicación con el resto del mundo. Desde aquí le sigo los pasos a los candidatos, a mis autores favoritos, a los futbolistas, al gobierno.

–¿Qué deja el presidente Boric a Chile? ¿Qué le faltó y qué le sobró como presidente?
–Diría que le faltó conocimiento de la vida y del mundo, y le sobraron un par de libros anticuados. Cuando la ideología supera la experiencia de la realidad, eso es una pésima receta para moverse como presidente de un país. Y creo que ese fue su gran error. Boric es un personaje quijotesco, confundió la realidad con la ficción que él tenía del país. Rescato que haya recapacitado y que, apoyado en la institucionalidad chilena, se haya dado cuenta de que aquello que había ideado, llevaría al país a un fracaso. Se dio cuenta de que sus sueños no compaginaban con la realidad del país e hizo cambios que le ahorraron más dolor a los chilenos. Reconoció que era incapaz de gobernar y gestionar el Estado con el equipo que tenía, y entonces pidió ayuda a la socialdemocracia. Pero es un hecho que le hizo un mal a Chile.

En el jardín de Epicuro la tarde empieza a doblar hacia el poniente. Desde la terraza se escucha el viento entre las hojas y las voces que vienen de la calle, una radio lejana, el ruido de una camioneta que se aleja entre ladridos. La conversación vuelve a la naturaleza. Ampuero habla de árboles y tórtolas con la misma pasión serena con que antes habló de política internacional.

–¿Sabes tú que las tórtolas son muy confiadas? Tú te puedes acercar y, mientras ellas no vean algo amenazador de tu parte, siguen picando. Al observarlas, vas viendo que son pareja y que vuelven una y otra vez al mismo lugar, es impresionante. Dicen que cuando una tórtola llega a tu hogar, es porque es un lugar seguro y pacífico.

Ojalá Chile se llene de tórtolas entonces, pienso antes de despedirnos.

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