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La campaña imposible

Cuando esta revista salió al ruedo, hace ya siete meses, la batalla presidencial parecía sentenciada a favor de Matthei y Tohá. Pero, como usted habrá notado, con el tiempo las cosas fueron cambiando. Mucho. Tras entrevistar y perfilar en su momento a los ocho candidatos, nuestro columnista analiza cómo se fueron convirtiendo y qué les fue pasando hasta llegar a la meta este fin de semana.

Hace ya varios meses, entrevisté o perfilé para este mismo medio a todos los candidatos que se enfrentarán este 16 de noviembre en la primera vuelta: una de las más mediatizadas, encuestadas y debatidas elecciones de la historia de Chile.

Cuando escribí esos textos, parecía una elección relativamente predecible entre la candidata mejor preparada de la centroizquierda, la ex ministra del Interior, Carolina Tohá, y su perfecta némesis, la ex senadora y ministra del Trabajo Evelyn Matthei. Dos mujeres experimentadas, articuladas, inteligentes, que no parecían tener un contrapeso creíble.

Por eso me impresionó la calma con que me recibió José Antonio Kast en el bandejón central de la avenida Presidente Errazuriz, frente a la sede de su partido: polera y short negros, flanqueado por su personal trainer, un hombre gigantesco, musculoso y silencioso. Kast eligió mostrarse como un hombre relajado, que cuida su cuerpo y quiere ser joven y feliz. No dejó de sonreír con total sinceridad, seguro de que sus chances, que entonces parecían mínimas, eran inmensas. “Kaiser está haciendo el trabajo sucio de barrer con Matthei”, me dijo en off. “Yo solo tengo que mantenerme tranquilo en mi lugar y la suerte me favorecerá”. Así fue, exactamente. Las encuestas —esas que tanto mal le hacen a la política— lo confirmaron durante semanas.

Pero el Kast relajado y jovial dio paso, con el correr de los meses, al otro: el originario, el militante de la UDI pura y dura, más alemán que prusiano, poco tolerante a la contradicción, la complejidad o el fracaso. El adolescente que no sabe aceptar un no por respuesta, pero al que tampoco le basta el sí. El insatisfecho esencial que encuentra tontos a los demás y cree que la verdad es una de sus franquicias. El hombre de las certezas que suele ser, paradójicamente, lo contrario del hombre de los aciertos.

Evelyn Matthei también estaba segura de sus chances el día que la entrevisté en su casa, la misma que compró su padre cerca del hospital de la FACH. Me impresionó la falta de metros cuadrados, la piscina mínima en la que apenas cabía una persona, los libros en inglés, los cuadros con más colores que formas. Su inteligencia, que conozco desde los noventa, no era novedad, pero me costó entender qué era lo distinto en lo que proponía, más allá de ser la candidata con más experiencia de gobierno y más vida política. Una experiencia que no siempre es argumento, y que no convence a quienes no saben lo que quieren, pero lo quieren ya, o a quienes quieren otra cosa: otro mundo, otra política, otro país.

Eso, precisamente, es lo que Matthei no puede ofrecer. Intentó hacerlo separándose de la UDI, volviendo a ella, queriendo ser de centro, de derecha, de centro otra vez, sin lograr acertar más que en su testarudez. Ha peleado con una constancia admirable por un espacio que era suyo y que ahora parece tierra de nadie: la derecha de la centroderecha, el centro de la derecha dura, o incluso —si uno la mira de reojo— la derecha de la centroizquierda. En medio de esa confusión ideológica, al menos acertó en los debates: no perder la calma y vestirse y maquillarse con un profesionalismo que todos los demás parecían haber olvidado.

La calma de Kaiser era de otro tipo, aunque fue quizá la que más me impresionó. Lo entrevisté en la elipse del Parque O’Higgins, lugar que elogió con nostalgia de sus años de cadete de la Escuela Militar. Nos sentamos a pleno sol, rodeados de asesores estrambóticos, y me habló de la ley, del Estado y de otras fantasías portalianas. Esperaba a un youtuber furioso y encontré a un joven de corbata desesperado por parecer adulto. Las medidas que enumeró eran delirantes; los métodos, aún más improbables o peligrosos. Pero tenía una compostura que lo hacía parecer sensato.

Su estrategia fue siempre la misma en los meses que siguieron: decir brutalidades sin inmutarse, sugerir que le declararía la guerra a Bolivia sin alarmarse ni discutir con nadie. Un extremismo cortés, como si bastara el tono para disimular el contenido.

A Jeanette Jara no la entrevisté, pero tuve un encuentro personal que me sorprendió. Una sorpresa que, en realidad, no debería sorprender a nadie. Desde su aparición como ministra estrella del gobierno de Boric se ha hablado de su semejanza con Michelle Bachelet. En persona podría decirse que Jeanette Jara se parece más a Michelle Bachelet que Michelle Bachelet misma. Pero donde a la ex presidenta la acompaña un aura de contradicción trágica, Jara es pura frescura y desparpajo. Simpática, ligera, bochinchera, ha dedicado sus esfuerzos a deshacerse de dos sombras inevitables: el Partido Comunista, en el que milita desde los 14 años, y el propio gobierno de Boric, que explica su candidatura. Ocupada en decirnos todo lo que es sin serlo del todo, no ha logrado todavía explicar por qué alguien podría soñar con verla gobernar. Yo suelo detestar la afición de la izquierda por soñar (es decir quedarse dormido). La izquierda que no sueña no suena… ni convence, ni emociona, ni sobrevive.

Esa falta de ilusión parecía ofrecerle espacio a Marco Enríquez-Ominami y al profesor Artés para desbordarse desde la izquierda abandonada. Pero Artés fue una caricatura de sí mismo, o menos que eso. Su campaña franciscana, sus errores de dicción, su aire de reliquia voluntariosa, apenas despertaron compasión. Llamar Maicol a Harold Mayne-Nicholls fue el único gesto memorable. Su defensa de los estudiantes exaltados tampoco logró nada: ni convencer ni espantar realmente.

Marco, en cambio, ni siquiera pareció divertirse todos estos meses en que desfiló por todos los medios posibles e imposibles. No lo entrevisté —somos primos y fuimos amigos— pero conociéndolo de toda una vida no logré entender cuál era su apuesta. Más inteligente, más veloz, más ilustrado que cualquiera, pareció empeñado en destruir todo lo que construía, o en construir solo para poder destruirlo después. Su campaña siempre tuvo un enemigo imaginario: a veces Kast, otras Jara, otras los periodistas. Lo fascinante en él es su capacidad de debatir incluso antes de que empiecen las preguntas. Y de seguir después, en cámara o fuera de ella, como si el país entero fuera su retador, como si eso fuera la vida: un enorme reto, un ninguneo perpetuo que no suele ver la alta simpatía que su figura despierta incluso a pesar suyo.

Parisi tampoco pareció feliz en esta campaña. Ante tanto converso al populismo más ramplón, su populismo ontológico parecía tenerlo todo para conquistar la tierra baldía electoral. Los periodistas, inquisitivos en la forma y tolerantes en el fondo, lo dejaron mentir, exagerar, olvidar y hasta insultar sin límites. Pero, para su sorpresa, siempre hubo otro candidato diciendo una tontería más grande que la suya.

En medio de tanta grandilocuencia, alarmismo, acusaciones y frases vacías, Harold Mayne-Nicholls parecía haber llegado a dormir la siesta en cámara. Entre tantos candidatos que se declaraban de centro, él era realmente el hombre de ninguna parte y de la cosa ninguna. Ni de derecha ni de izquierda ni todo lo contrario. Su moderación parecía un alivio hasta que confesó que había votado por el Sí y el No al mismo tiempo. Ahí pasó derecho de neutral a inasible, del medio tono al absurdo. La comedia terminó en farsa cuando se trenzó a cachetazos con Antonio Neme padre en el Country Club. Un adolescente grande que creyó que bastaba con pedir disculpas para borrar la huella de un gesto inexplicable.

Los debates, interminables y repetitivos, organizados por los gremios más insólitos, obligaron a todos los candidatos a sacar lo peor de sí. De hecho, ese parecía el objetivo: torturarlos a ver cuánto aguantaban.

Castigar a la política y los políticos que se aferraron a frases hechas y a ideas huecas para confirmar cualquier instinto irracional de un electorado saturado. “Los problemas de la democracia se resuelven con más democracia”, dijo alguna vez un congresista norteamericano. Los que llevamos treinta años votando por obligación moral sabemos que no es cierto. El exceso de democracia —o la democracia vivida como exceso— produce hastío, desconfianza y cinismo.

No más democracia, sino su caricatura. Las pocas ideas en que todos coinciden —que la inmigración es un problema y no una necesidad, que las Pymes merecen mejor trato que las grandes empresas, que los políticos deben ganar menos y ser tratados peor— son todas falsas o, al menos, discutibles. Las verdaderas urgencias —la inseguridad, el costo de la vida, la falta de natalidad— se abordan desde el ángulo más equivocado posible, hundidas en un lodazal de reels de Instagram o TikToks y frases cortadas que captan una atención cada vez más escasa. Con tal de no enfrentar la complejidad del presente, se vuelve a perdonar la dictadura, a relativizar sus crímenes, a poner en duda el debido proceso y la presunción de inocencia, la libertad de expresión y de movimiento. Por suerte o por desgracia, ya nadie cree que lo que prometen los candidatos se hará realidad. Pero ¿y si fuera verdad? ¿Y si estos señores que llevan meses payaseando en distintos foros, hablando de lo que no entienden y entendiendo lo que no dicen, hablaran en serio? ¿Y si esto que no parece del todo real fuera, después de todo, la nueva realidad?

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