La votación de Franco Parisi ha sorprendido a todos menos al propio Franco Parisi. Él no perdió un minuto en asegurar que las encuestas y los medios le habían robado la elección. Que sin Mayol y su invento del triple empate habría pasado a una segunda vuelta y que, sin lugar a dudas, la habría ganado.
Como casi todo lo que dice, su alegato tiene algo de verdad, mucho de exageración y otro poco de charlatanería. Sí, las encuestas no midieron bien su votación. Pero no, no parece que lo hayan hecho con la intención de perjudicarlo. Más bien su electorado, siempre marginal a la política tradicional, no responde encuestas o las responde mintiendo. Y cuando dice la verdad, prefiere que no se sepa: todavía le da vergüenza admitir que apoya a un economista que visita Chile solo para conseguir votos y de paso arreglar los entuertos judiciales, económicos y familiares que lo acompañan desde que pasó de ser una especie de meteorólogo económico a ser un candidato frecuente.
No es para nada evidente que, de haberse medido correctamente su fuerza, Parisi habría pasado a segunda vuelta. Lo que sí es evidente es que sus votos son casi los mismos de las elecciones anteriores. Si las encuestas lo hubieran anticipado, los otros candidatos habrían hecho lo único que los une: cerrarle el paso. El desprecio a Parisi es transversal. En el caso de Evelyn Matthei, casi físico.
Pero ese desprecio, justamente, es parte esencial de su éxito. ¿Franco Parisi quiere cambiar Chile? No. Simplemente quiere hacer ver que Chile ya cambió. O que Chile, sobre todo el norte de Chile, nunca ha sido el país que la elite de Santiago supone. Es la tierra de la minería y los campamentos, de los bolivianos y venezolanos que votan por primera vez, de los emprendedores informales que mueven la economía real mientras los economistas de La Moneda apenas mueven papers.
Lo que quiere este economista que en el fondo es ante todo y sobre todo un profesor, es enseñar. Dar una lección. Una lección que, al menos yo, aprendí mucho antes de conocerlo y en un escenario mucho más pequeño y ridículo: mi colegio de monjas en plena dictadura.
En él, con un grupo de amigos, inventamos desde cero un centro de alumnos. No existía, no se elegía, nadie lo pedía. Pero nosotros, hijos de exiliados y expulsados por política de otros colegios, lo creamos pensando que lo presidiríamos como si fuera un derecho natural. Éramos los ilustrados, los indignados, los que creíamos que la historia pasaría por fin por nuestra sala de clases.
Hasta que apareció otra lista: la de Joaquín Carrillo. Un cabro de cuarto medio alto, moreno, cansado de que nosotros convirtiéramos todo en ideología. Su programa hablaba de recreos más largos, de un gimnasio decente, de baños que funcionaran, de cosas tangibles que pertenecían a la vida real del colegio y no al teatro político que nosotros montábamos para sentirnos parte de algo más grande que nuestra propia biografía.
Su discurso era un collage improbable de frases motivacionales y citas de presidentes norteamericanos, pero producía un efecto innegable: todos reconocían esas frases antes de escucharlas. Vivían en nuestra educación sentimental. En Volver al futuro, en Porky’s, o en La venganza de los nerds. La dictadura era insoportable, pero nuestra idea de democracia se parecía mucho más a la de los suburbios luminosos de esas películas que a Nicaragua, Cuba o Argentina.
Creíamos venir de la épica, pero habitábamos, sin admitirlo, en los lugares que también filmó Steven Spielberg en E.T o en Encuentro cercanos del tercer tipo. Es obvio: Carrillo ganó. Después se contagió de nuestro izquierdismo, pero antes nos enseñó una lección. Nos enseñó que la democracia que habíamos construido para ser parte de la FESES y militar con los adultos, podía ser usada por otros para decir todo lo contrario, que Chile no sería nunca el país épico que soñábamos, que para los alumnos del colegio primero estaba el colegio, que el universo afuera resultaba para ellos lejano y adverso, que querían que alguien como ellos, pero más alto y mejor articulado, los encantara por un rato.
Cada vez que veo a Parisi reaparecer desde Alabama con su sonrisa intacta a pesar de los hechos y las acusaciones, pienso en Joaquín Carrillo. Pienso en los años ochenta, años de los que no creo que él haya salido del todo, como creo que no ha salido nunca de la adolescencia y de las minas y el carrete y el triunfo, que son las claves de su discurso. Su chaqueta de bluejeans con chiporro lo delata. También su peinado y la forma de hablar, en la que nunca gobierna los estallidos y los exabruptos juveniles.
O su resentimiento al recordar su infancia en Las Rejas, con una mezcla de orgullo herido y nostalgia rencorosa. O su discurso triunfalista de vendedor de autos usados, idéntico al de Jordan Belfort, el Lobo de Wall Street, salvo por el detalle no menor de que Parisi jamás se atrevió a jugar su suerte en Wall Street.
Doctor en finanzas, ha demostrado en el manejo de las suyas una torpeza ejemplar que lo han hecho pasar más tiempo en tribunales que en salones VIP. Esa torpeza contrasta con la imagen de éxito personal —el Porsche, el traje, los anglicismos— que ofrece como promesa a sus seguidores.
Parisi habla por los distintos, por los inmigrantes, por los desplazados, pero no los une en la desgracia. Los une en el sueño: en lo que podrían llegar a ser si la elite corrupta y sorda los dejara. Les ofrece la posibilidad de sentirse alguien, algo. No es una prédica vacía: él mismo vive bajo las reglas que enuncia.
En su vida, como la de cualquier adolescente que se respeta, importan el deseo, el relato, el impulso, no los hechos ni las complejidades. Su frase típica “te lo respondo altiro” lo resume todo. Da lo mismo la dificultad de la pregunta. Responde rápido y siempre igual: la culpa es de los poderosos que no quieren que Chile, ese país tan fácil de arreglar, se arregle rápido y con poca plata. La misma plata que los políticos se roban mientras él intenta salvar al país desde una casa en Alabama.
Parisi entendió antes que nadie que la política chilena había migrado de La Moneda a YouTube, de los matinales a los lives de Instagram. Mientras los políticos tradicionales pedían reuniones con los dueños de los canales, él montaba su propio canal desde una pieza en Alabama. No necesitaba venir a Chile: un sector grande de Chile fue a él a través de la pantalla. Su exilio forzado —o autoimpuesto, da lo mismo— se convirtió en su mayor ventaja comunicacional.
Pensar que la gente es lesa y no sabe que esas soluciones instantáneas son imposibles es tan tonto como creer que nadie comprenden la sutileza emocional de su estrategia. Parisi es un seductor. Y el seducido sabe que no todo es verdad, pero cree —o quiere creer— que una parte del paraíso está a la vuelta de la esquina. Sabe que el infierno ya es un hecho, que no puede esperar, que está desesperado. Y la desesperación exige lo inmediato. Parisi ofrece lo inmediato. Él mismo vive en lo inmediato. Declara deber más plata de la que tiene, arrastra demandas familiares, es expulsado y desprestigiado cada cierto tiempo, pero vuelve siempre del purgatorio con su sonrisa intacta, como un adolescente eterno que se resiste a aprender porque no necesita aprender: necesita sobrevivir y convertir esa supervivencia en espectáculo.
Un famoso ladrón de bancos en Estados Unidos creyó que, si el jugo de limón borraba la tinta, untarse jugo de limón en la cara lo volvería invisible para las cámaras. Robó dos bancos en un día. Lo atraparon esa misma noche. El truco era inútil, pero sin el truco nunca se habría atrevido a entrar al primer banco.
El votante de Parisi entiende esa lógica. Sabe que su líder no es lo que dice ser. Pero sabe también que en esta sociedad, si uno no se inventa un personaje, una máscara, una leyenda mínima, la vida se vuelve impracticable. Parisi vende ese truco: el coraje ilusorio del ladrón que se pinta la cara para hacer lo que no se atrevería a hacer sin el autoengaño.
Su verdadera empresa ha sido él mismo, y en esa empresa ha sido un completo éxito. No era nadie. Un alumno con apellido italiano sin prestigio ni pasado en el Instituto Nacional, la Escuela Militar o la Facultad de Economía de la Chile. Se inventó a sí mismo. Después de hacerlo todo bien y no conseguir casi nada, empezó a hacerlo todo mal y llegó al vértigo de conseguirlo todo. Acumula transgresiones, errores y escándalos que habrían destruido a cualquier otro político. Pero a él no lo destruyen: lo agrandan. Cada caída es parte del guion; cada funa, un capítulo más de su lucha contra los gigantes; cada derrota, una prueba de su resistencia milagrosa. Su sonrisa eterna es el botín. No la del hombre exitoso, sino la del personaje que se niega a desaparecer porque ha entendido que en Chile basta con no desaparecer para convertirse en un fenómeno.