
Eran unos papelitos chiquititos que, una vez doblados, no ocupaban más espacio que el de un carnet. De los carnet de antes, eso sí, esos con tapas verde de cuero y varias hojas adentro. Tenían que caber en el bolsillo de la chaqueta o en la billetera para ser guardados y transportados por un buen tiempo. La idea era que ojalá te duraran todo el año, que los fueras rellenando mientras se jugaba el torneo (resultados, fechas, puntos, goles a favor, goles en contra, promedio) y que los llevaras a cuesta cada vez que ibas al colegio, a la universidad, al trabajo o a un bar, por si había alguna duda o discusión y no quedaba otra que recurrir a ellos para disiparla.
Una suerte de Google o IA de la antigüedad, cuando no existían los celulares y cargar un pedacito de papel era bastante más cómodo que andar para todos lados con revistas o diarios…que habría sido la única otra opción.
Los vendían adentro del estadio, en las gradas, o afuera, en la vereda, pero siempre en día de partidos. Y aunque no eran muy bonitos, tampoco eran tan feos. Normalmente estaban auspiciados por alguna marca de cigarrillos, de pilas, de neumáticos o de camiones. Solían tener dibujadas en la portada las insignias de los clubes, como el baño del Liguria de Manuel Montt, o en su defecto unos personajes que los caracterizaban, como el indio de Green Cross o el curita de la UC. Más el logo de la Asociación Central de Fútbol y el año que corría, bien grande para no confundirse si es que uno los juntaba temporada tras temporada.

Una de sus gracias ocultas del papelito, pienso ahora, era que permitía identificar y clasificar la personalidad de los dueños de acuerdo a su estado: los más arrugados, rajados, sucios, manchados, con la tinta del lápiz pasta corrida y media borroneada, eran de tipos improvisadores, despelotados, cabeza de pollo. Pero al menos un poquito ordenados, ya que al verdaderamente caótico el fixture se le perdía cuando recién iban dos fechas. Peor aún, lo metía en el bolsillo de atrás del pantalón y ni se enteraba cuando partía a la lavadora causando primero el desteñido y luego la muerte lenta y triste del pobrecito pedazo de papel.
Si, en cambio, el fixture estaba hasta la mitad del año doblado en partes iguales, impecable por dentro y por fuera, con letra y números claritos y ordenados, estábamos ante un tipo sistemático, regulado, pulcro, meticuloso. Ahora, el verdaderamente prolijo -toc le dirían hoy con cierto desdén, como si fuera malo ser así- hacía sobrevivir el fixture hasta que terminaba el campeonato a fin de año. Y los juntaba, incluso, para usarlos con el tiempo como una suerte de archivo. Mi amigo el periodista Julio Salviat, por ejemplo, era de esos.
También estaba el que escribía los datos con lápiz mina y, claro, más temprano que tarde se le borraba todo. Pero ese era más bien huevón y punto.
Usted se preguntará por qué, si el fixture se rompía o desaparecía nadie lo compraba de nuevo. Ya. Sucede que en esos tiempos no existía en el país la mala costumbre de adquirir cosas para luego reemplazarlas. Nos parecía muy feo botar la plata. Por ende, si se te perdía el primer fixture, sonabas no más. Por leso. Casi nadie iba ir por el otro y mucho menos por un tercero.
Extraño, pero cierto.