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El fútbol de antes: volver a casa caminando

Felipe Bianchi nos cuenta que siendo chico podías ir solo al estadio. Sentarte en cualquier parte -fueras del equipo que fueras- y después volverte caminando aunque cayera la noche. ¿La seguridad? No era tema. Ibas rodeado de todo tipo de gente que hacía lo mismo que tú: analizar el partido (y de paso la vida), aprenderse los nombres de las calles y conocer cada recoveco de la ciudad, tu ciudad.

Cómo seria de tranquilo el Santiago de antes, que mi madre, aprensiva dentro de las aprensivas, me dejaba ir y volver solo al estadio cuando mi abuelo no podía ir (no digo quería, porque siempre quería).

Mi papá y mis hermanos no eran futboleros, y mis amigos del colegio no seguían mi ritmo semanal de visitas a la cancha, ya sea porque eran menos fanáticos o porque vivían más lejos. El Monumental, La Cisterna, La Florida y San Carlos todavía no existían, pocas familias tenían auto, no había metro, los papás no acostumbraban a martirizarse por sus hijos y, si ellos no iban a algún lado, el cabro chico tampoco (no era común en esos años adherir a esa insana costumbre de ir a dejarlos a todas partes o vivir esclavizados al ritmo de ellos).

En rigor, sólo íbamos al Santa Laura o al Nacional. Y lo que más recuerdo, aparte de que no había robos ni violencia (ni esos malditos tickets electrónicos que generan ansiedad en nosotros los viejos ante la posibilidad de que el teléfono justo se “muera” al llegar al ingreso del estadio) era que, si volvías en micro, podías irte sentado al lado de un hincha del equipo rival, cada uno con su bandera en la mano, conversando del partido. No éramos enemigos. De hecho éramos lo mismo, iguales, la misma raza, pares: los hinchas. Daba lo mismo de qué equipo. Los “otros” eran ellos, los técnicos, los jugadores, los periodistas. Y de ellos hablábamos, para bien o para mal. Los dirigentes no eran tema, porque dificulto que la gente se supiera siquiera sus nombres en esos años. Hoy, los hinchas rivales son el enemigo y, por ley, ni siquiera los ves en el estadio cuando tu equipo es local. No se les permite ni entrar. Un retroceso civilizatorio por donde se lo mire.

Lo otro que probablemente se me pegó de esos años fue el gusto por ejercitar el sagrado ritual de “sentir el silencio en medio de la gente”. Me explico: si te quedabas sin plata por culpa de un maní confitado o un chocolito de urgencia en el entretiempo, el retorno a la casa era caminando. No quedaba otra si eras lo suficientemente tímido o miedoso como para no hacer dedo ni pedirle a un micrero que te llevara gratis.

A pie no más. Masticando el o los partidos que acababas de ver. Larguísimas caminatas en mi caso por Pedro de Valdivia hacia Providencia antes de doblar rumbo a la Plaza Italia, donde vivía en ese entonces (y ahora). Pero no estaba solo. Nunca estaba solo. Ibas rodeado de todo tipo de gente, de un piño de hinchas que hacía lo mismo que tú y -aquí viene lo bueno- sin hablar. Maravilla. Te sentías acompañado, feliz, grande, sobre todo grande, respetando ese silencio cómplice y educado, diría que elegante, con el que todos caminaban siguiendo su propio mapa. Como decía García Márquez, no hay nada mejor que un hombre solo huyendo de la multitud pero al mismo tiempo adentro de esa multitud.

Caminar en esas condiciones era y es una buena costumbre, una linda costumbre, un privilegio, más aún si el tráfico en esos años era con un quinto de los autos de ahora, un décimo de las motos y prácticamente sin bicicletas. Como tampoco había celulares ni audífonos para venirse escuchando música, esa hora y media de retorno a casa era el espacio ideal para no emitir sonido alguno, analizar la vida, aprenderse los nombres de las calles y conocer cada recoveco de la ciudad, de tu ciudad (¿será por eso que hasta hoy me cargan y no uso aplicaciones tipo uber o waze?).

¿Alguien hará eso actualmente? ¿Caminar solos durante una o dos horas, pensando, mirando, conociendo su propia ciudad? No creo y sin embargo lo recomiendo encarecidamente como terapia anti ansiedad y para ordenar las ideas. De esos años y de las coberturas solitarias de trabajo que vinieron más adelante, y que a veces duraban meses, aprendí con gozo que si quiero ir al estadio, a un recital, al teatro, al cine o incluso a tomar desayuno, almorzar o comer en un restaurante, lo que menos me importa es si voy con alguien. Si nadie puede, me da menos que lo mismo. Voy igual. No me voy a perder algo por estar “solo” en lugares donde, aparte, siempre hay gente.

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