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La felicidad tiene un costo

La Generación Z está redefiniendo el concepto de bienestar, al punto de cuestionar nuestra tradicional mirada sobre el dinero y su impacto en nuestra vida. ¿Quién tiene razón en el debate sobre el dinero y la felicidad?

El dinero no hace la felicidad, pero ayuda“. Quién se atrevería a dudar de estas palabras. Todos tratamos esta frase, completamente anónima, como una verdad absoluta. Hay una lógica en la relación entre ingresos y bienestar. O falta de ingresos y precariedad. Siguiendo con esa lógica que parece impecable, si la felicidad es numérica, es posible calcular su costo.

Partamos por definir felicidad, un concepto que nos ha ocupado por generaciones. Algunos lo han usado para describir una sensación de goce, de tranquilidad, de paz. La literatura nos muestra que ha cambiado con los tiempos: tras la segunda guerra mundial, ante la falta de prácticamente todo bien transable, se ligó a los recursos económicos. Llegaron los 60 y la producción ya no era suficiente, la paz y la espiritualidad comenzaron a ser más relevantes. Hoy, 60 años después, la Generación Z está redefiniendo la felicidad.

La consultora estadounidense Gallup y la Fundación Walton (sí, los controladores de Walmart), encuestaron a dos mil jóvenes de entre 12 a 26 años para preguntarles qué los hacía felices. La respuesta mayoritaria: encontrar un propósito de vida. Leyendo esa reflexión con los códigos de mi generación (cerca de los 40) podríamos decir que esa búsqueda de impacto podría ser también la creación de riqueza. Una persona podría tener como propósito de vida juntar dinero. Aunque tal vez esta meta es demasiado acotada. La gran pregunta que habría que hacerse es, ¿para qué se generan recursos? Ahí radica la búsqueda del sentido.

Para los jóvenes de hoy, la felicidad no es entonces solo generar riqueza. Para ellos no es una meta en sí misma. Sin embargo, sigue siendo importante para el resto de la población. Por algo los “más grandes” insistimos tan majaderamente en que la plata ayuda a la felicidad.

Efectivamente aporta, aunque harto menos de lo que creemos y lo demuestra uno de los estudios más originales sobre dinero y felicidad. En 1978 se comparó a 22 ganadores de lotería con otros 22 que no habían tenido esa suerte (un grupo de control) y 29 personas que resultaron paralizados tras un accidente. Un estudio bastante crudo y también acotado, pero que sirve para darnos ciertas luces.

En general, los ganadores de la lotería manifestaron ser más felices que los que resultaron parapléjicos. Eso parece obvio. La segunda conclusión es más sorprendente: los nuevos millonarios no manifestaron ser significativamente más felices que el grupo de control.

Repito, se trata de un estudio acotado, pero que pone de manifiesto un elemento muy presente en los estudios de sicología: la adaptación hedónica. Las personas nos acostumbramos a situaciones tristes y felices. Por lo mismo, estos chispazos de alegría que genera un acto como ganar la lotería se apagan, quizás no tan rápido como un like de Instagram, pero se apagan.

De todas maneras, el estudio muestra que la plata ayuda de manera acotada y hasta un cierto límite. Eso también ha quedado en evidencia en nuestros tiempos. En 2010, el psicólogo estadounidense Daniel Kahneman junto con el economista Angus Deaton, analizaron la respuesta de mil individuos que evaluaron su nivel de felicidad y también de satisfacción con la vida. La conclusión es que hay una relación entre aumento de los ingresos y el tamaño de la felicidad. Pero sólo hasta un cierto nivel. Una vez que se establecen ingresos para satisfacer necesidades básicas (vivienda, educación, salud, entre otros), el nivel de felicidad no aumento de manera notoria con adiciones en el ingreso.

Los economistas pusieron la barrera en los US$75 mil, de ahí en adelante, cada dólar extra no genera un aumento en el sentimiento de bienestar. El monto es levemente superior a los US$70 mil que se tenían como ingreso medio en los hogares estadounidense en los años del estudio. No es coincidencia, la felicidad tiene también algo relativo.

Por algo el ranking de países más felices que elabora Gallup y la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de la ONU siempre es liderado por los países nórdicos. Las sociedades más desiguales suelen tener menores índices de felicidad que aquellas consideradas más equitativas.

La buena noticia del estudio de Kahneman y Deaton es que pese a que hay una relación entre el nivel de ingresos y la felicidad, hay límites. No tendría sentido con eso perseguir la acumulación de riqueza per se, algo que la generación Z ha percibido de manera que parece intuitiva. Las generaciones mayores, en cambio, seguimos mirando los estudios para determinar si el ganar dinero nos hará más felices, tratando
de dilucidar cuál es el costo de la felicidad.

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