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Los secretos del lobista

Un niño que tartamudeaba, que quiso ser sacerdote y terminó convertido en articulador de la transición político militar -después de vivir la clandestinidad- es el protagonista de Enrique Correa: Una Biografía del Poder, de los periodistas Andrea Insunza y Javier Ortega, directores de la productora periodística Un Día En La Vida. La publicación -de Periodismo UDP y Catalonia- da cuenta del ascenso y marginación de Correa del gobierno, de su entrada en mundo privado y de su rol como lobista. Su retrato humano -un tipo apasionado e inseguro, afable y calculador- es también una semblanza del poder. Estas son las primeras líneas del libro.

Los estudiantes se miraban extrañados. Formados en el patio del Liceo de Hombres de Ovalle, esperaban escuchar tres o cuatro ideas tímidamente hilvanadas, acompañadas de una que otra medida concreta. La típica presentación de un candidato para encabezar el centro de alumnos en ese liceo entre los polvorientos cerros del Norte Chico. Pero lo que estaban oyendo era un discurso de político adulto. Una intervención a viva voz y apasionada, pese a algunos titubeos. El orador ni siquiera era de sexto año de Humanidades, el curso de los más grandes. Era de quinto. Y además era bajo de estatura y rollizo. Pero ahí estaba, imitando la entonación de los políticos de la radio.

Ocurrió en la primera mitad de 1961 y el postulante era Enrique Correa Ríos, de quince años. “Escuchar a un muchacho tan joven decir un tremendo discurso me marcó y no lo olvidé más. Los otros candidatos con suerte decían tres o cuatro frases”, re cuerda Octavio Salinas, quien en ese momento también estaba en quinto. “Todos lo quedamos mirando, extrañados”. A pesar de su desplante, de que montó con sus amigos una campaña apelando al futuro y de que ya militaba activamente en la Juventud Demócrata Cristiana (JDC) de Ovalle, Correa no ganó.

En su primera incursión de campaña, quien llegaría a ser uno de los políticos chilenos más hábiles y con más sentido de poder de las últimas décadas fue derrotado por un compañero mucho más tímido, sin militancia ni discurso político, el futuro ingeniero Santiago Ríos Pacheco. “Todos pensaban que iba a ganar Enrique, porque era muy movido y conocido. Hasta ahora me pregunto por qué salí electo yo”, cuenta Ríos, riendo.

Aunque perdió, Correa siguió siendo un estudiante influyente. Un líder dentro y fuera del liceo, a quien compañeros, profesores y vecinos reconocían por su inteligencia y capacidad organizativa. La derrota debió dolerle, pero es probable que en plena adolescencia comenzara a entender que no siempre es necesario ser el número uno para poner en marcha a sus pares. Si lo suyo no eran las elecciones populares, podía serlo contar con la confianza de quienes sí tenían dotes para ganarlas, en parte gracias a su ayuda. Ese mismo 1961, la revista del centro de estudiantes del liceo publicó una composición suya titulada Nuestro llamado al estudiantado, donde reflexionaba sobre el sentido y los desafíos de ser adolescente y estudiante. Una etapa donde, señalaba, irrumpe el “descubrimiento del yo”. En otra página hay una imagen de su curso, el quinto B de Humanidades. Los veinticuatro jóvenes posan junto a su profesor.

A un costado, de chaqueta clara y camisa mal abotonada, Correa abraza a un compañero. Sonríe a la cámara con la barbilla pegada al cuello. Siempre será uno de sus gestos característicos. La del futuro ministro y luego lobista llegaría a ser una destacada generación de ovallinos. Jóvenes de distintos orígenes sociales, algunos humildes, que gracias a la educación pública –el liceo y luego la universidad gratuita– se convertirían en abogados, médicos, ingenieros y otros profesionales destacados. Aunque algunos, como Correa, optarían por la vida pública, ninguno llegaría a ostentar su influencia y redes transversales. Tampoco su inusual capacidad para hacerse parte de los vertiginosos cambios que viviría el país a partir de esa década.

Pero antes que todo eso estuvo Ovalle, una familia de clase media esforzada, una madre a la que adoraba, el influjo de la doctrina social de la Iglesia y, como quedó en evidencia ese día de 1961 en su liceo, una temprana atracción por la política.

La pequeña Myriam solía jugar a las muñecas con su amiguita Cecilia en el espacioso huerto de su casa. Atraído por sus risas, a veces las dos niñas lo veían asomarse desde la vivienda vecina. El pequeño no tendría más de tres años. Entonces las dos niñas trepaban a un horno de barro, se sentaban arriba del muro de adobe y entre las dos lo alzaban y lo pasaban a su patio. La mamá de Myriam las retaba.

–¡Ya pasaron de nuevo por la muralla al Quiquito! ¡Se les va a caer ese niño, por Dios! ¿Cómo no lo traen por la puerta mejor?

En octubre de 2017, Myriam Gallardo era una profesora jubilada y vivía en Talagante. Haciendo memoria, calculaba que Enrique Correa, Quiquito como le decían, era un par de años menor que ella. En la segunda mitad de la década de 1940, sin televisión, con suerte con radio en algunas casas, los niños tenían que buscar cómo entretenerse.

A veces lo poníamos a él de muñeco en unas cunitas que hacíamos, con unos cajones de té, porque en ese tiempo el té venía en cajones. Los almacenes vendían y pesaban el té en cajones”, relata.

De pequeño, a Fernando Enrique Correa Ríos todos lo llamaban por su segundo nombre. O Quique o Quiquito. Había nacido en 1945, cuando el fin de la Segunda Guerra Mundial instaló un nuevo mundo, el de la Guerra Fría, con dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética. Su familia vivía allegada en la casa de su tío abuelo materno, Eugenio Melo, zapatero, padrino del pequeño.

Cuatro años después, tras el nacimiento de Juan Carlos, los Correa Ríos se mudaron a una cuadra de la Plaza de Armas de Ovalle, a la subdivisión de una casa grande, con huerto y entrada independiente, que arrendaban a una señora de nombre María Polo.

“Era bien gordito”, cuenta Gallardo. “Siempre tenía los zapatos con los cordones abiertos, para que le cupiera el pie, porque era muy alto de empeine. Y era tan simpático”.

Por entonces Ovalle no tenía más de 16.000 habitantes; todos se conocían y saludaban. Un pueblo pobre, flanqueado al norte por unas lomas que no alcanzaban a ser cerros y al sur por el río Limarí. Las calles en torno a la plaza eran las únicas pavi mentadas. Los pocos autos que circulaban eran de las familias adineradas, dueñas de las tierras agrícolas, de algunos yacimientos mineros o de los negocios más conocidos del pueblo, como el molino o el único cine. Manuel Cortés, un ovallino que se tituló de abogado, recuerda que incluso en los años 60 era “una aventura” viajar a Santiago, más de 400 kilómetros al sur. “Demorabas prácticamente un día entero. Tomabas el Andesmar Bus a las ocho de la mañana y llegabas a Santiago tipo seis de la tarde”.

Subiendo las lomas hacia el norte, por caminos de tierra que en invierno eran lodazales, estaban los ranchos más pobres, en su mayoría de jornaleros o pirquineros. “Ahí no había casas bonitas como ahora, sino que puros ranchos. La gente vivía en una pobreza muy grande”, señala Myriam Gallardo.

La familia de Correa era de clase media baja. El padre, Carlos Enrique Correa Padilla, era de San Fernando y llevaba el apellido de su abuela materna pues en el ocaso del siglo XIX ella había quedado embarazada del hijo de un latifundista, sin estar casados. Correa Padilla se había trasladado a Santiago, donde se casó por primera vez y tuvo dos hijos, Antonio y Angélica. Tras separarse, emigró a Ovalle siguiendo los pasos de un hermano mayor, que tras la muerte del padre se hizo cargo de la casa y llevó a todos sus hermanos al Valle del Limarí.

En Ovalle conoció a la joven Loreto Ríos, doce años menor que él, cuando ella trabajaba en la boletería del cine. Se fueron a vivir juntos y tuvieron cuatro hijos. El mayor era Enrique, seguido de Juan Carlos, Loreto y Ximena. Los cuatro completarían sus estudios secundarios y llegarían a la universidad, como lo hacía parte de la clase media de provincia.

El piso de la casa de los Correa Ríos no era de tierra y tenían un living, radio y hasta un tocadiscos, todo un adelanto en esa época. El papá trabajaba como ayudante del abogado con más clientes de la zona, Sidney Stevens. Era lo que hoy se llama un procurador. Myriam Gallardo recuerda al papá de Correa como un señor siempre de traje, trabajador y de hablar educado. Germán Correa Díaz, primo de Enrique, apunta: “Mi tío era el que hacía toda la pega en esa oficina legal, porque aprendió mucho y era súper buen abogado sin tener título”. Germán era seis años mayor que Enrique, vivía también en el pueblo y, como su primo, llegaría a ser dirigente político y ministro de Estado.

“Antes que clase media de esfuerzo, los Correa Ríos eran clase media pobretona, igual que mi familia”, corrige Germán Correa: “Yo nunca tuve una chaqueta, hasta que empecé a trabajar. Mi mamá nos tejía las chombas. Los calcetines los usaba con tres o cuatro papas que me escondía por abajo. Me ponía
cartones en los zapatos cuando se me hacían hoyos”.

La madre de Enrique Correa era dueña de casa, como casi todas las mamás en Ovalle. Myriam Gallardo la recuerda callada, muy preocupada del aseo y la cocina, lavando la ropa a mano en una batea de madera. Enrique Morgado, amigo de infancia de Correa, agrega que la señora era alegre, pero muy estricta
con las tareas escolares de sus hijos
. “Mi madre era dedicada y tímida”, escribiría décadas después Juan Carlos Correa. Hija de padres separados que la descuidaron, fue “acogida por su madrastra” y había tenido “una vida de muchas privaciones e inseguridades”. En sus primeros años Enrique era inquieto. Solo se tranquilizó un poco cuando aprendió a leer, antes de entrar al colegio, y se interesó en la Biblia. Gracias a eso se saltó primero básico y entró directamente a segundo.

Desde chico fue muy apegado a su madre, con la que mantuvo una relación muy cercana y cotidiana hasta que ella murió a fines de la década del 2010. La mujer le inculcó una profunda fe católica, orientada a la doctrina social de la Iglesia. Según Correa, la familia de su madre era comunista, pero no es claro que ella lo haya sido. Su hermano Juan Carlos dice que “no tenía ninguna convicción política” y que solo en 1970 votó por Salvador Allende, influida por él y su hermano Enrique. El padre, en cambio, era masón y laico, además de aficionado a la literatura y la música clásica. La discografía de la casa alternaba a Beethoven con discos de poemas de Pablo Neruda y del cubano Nicolás Guillén. Seguramente por influencia de la madre, en los 50 se sumarán discos de Los Perales, un grupo de seminaristas católicos que interpretaban canciones ligadas al Evangelio.

Además de la Biblia, el pequeño Correa se sumergió en Shakespeare, Salgari, el Dumas de Los tres mosqueteros y otros clásicos. Hablando de ese tiempo, en los 90 definirá a su familia como “de clase media ilustrada, no me atrevería a decir culta”.

Cuando aún era niño la familia se cambió a otra casa, también arrendada. Quedaba a tres cuadras de la anterior, al norte de la Plaza de Armas, en la esquina de lo que en 2024 eran las calles Miguel Aguirre con Pescadores, a pocos metros del Liceo de Hombres y de la Iglesia de San Vicente Ferrer. Esos dos edificios, el liceo y la parroquia, simbolizaban los dos grandes poderes que guiaban la vida diaria del pueblo: el Estado desarrollista de esos años, orientado a expandir el progreso, y la Iglesia Católica, preocupada de salvar almas y de socorrer a los más desposeídos. Ambas instituciones serían fundamentales en la
formación del muchacho.

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