
Tener un Matta en la casa es en Chile una señal de estatus indiscutible. Un grabado basta, aunque es mejor tener un óleo, aunque pocos de los que poseen alguno en Chile tienen uno de los que los críticos y especialistas consideran esenciales: lo que pintó Roberto Matta entre 1938 y 1948, durante su estancia
en Nueva York. Fue entonces cuando absorbió, reconfiguró y superó al surrealismo europeo desde la vanguardia americana, entregando al siglo XX sus obras más radicales. Paisajes psíquicos, estructuras de energía mental, universos en expansión pintados como desde dentro de una estrella. Cuadros que se exhiben en los más importantes museos del mundo y alcanzan en subasta exorbitantes precios en dólares, (La révolte des contraires (1944) se vendió por US$ 5.010.500 en Christie’s Nueva York en 2012, o
Le pendu, Endless nudes y Disasters of Mysticism, han batido récords entre US$ 2,4 y 2,6 millones cada una en Sotheby’s).
La mayoría de los coleccionistas chilenos saben, o al menos repiten, que es el único artista nacional que puede codearse con un Miró, un Calder, un Torres García o un Wifredo Lam. No siempre comprenden por qué, pero lo saben. O creen saberlo. Sus cuadros, con sus colores inesperados y ausencia de formas domesticables, suelen ser vistos como una mezcla de inversión económica y obligación patriótica. No en vano, en el centro del poder chileno —el Palacio de La Moneda— cuelga su enorme Espejo de Cronos (1981), que reemplazó al escudo nacional en el Salón Azul. Un gesto revelador: en el corazón de la república cuelga un animal inmemorial de alguna mitología por inventar. Una presencia que cambia de sentido no pocos de los apretones de mano que se fotografían ahí.

El cuadro es también testimonio de una reconciliación. Una reconciliación entre Chile y su artista visual más importante, que es —no hay cómo negarlo— uno de los muchos legados culturales del presidente Ricardo Lagos. Fue bajo su mandato que la obra de Matta volvió a ocupar un lugar simbólico en centro mismo de las instituciones republicanas. El mismo Ricardo Lagos que cuando fue ministro de educación le otorgó en 1990 el Premio Nacional de Arte (cuando le preguntaron qué pensaba del reconocimiento el pintor dijo “Poto, poto”). En esa operación tuvo un rol decisivo Germana Ferrari, su última pareja, y Eduardo Carrasco, filósofo y músico, que en pleno exilio parisino entrevistó al pintor y supo ver en él a un pensador en ebullición. Entrevista que le abrió a Carrasco (fundador de Quilapayún) y a muchos de sus lectores el camino a la renovación del socialismo desde la experiencia de la militancia comunista. Una reflexión que es parte esencial del acervo ideológico de la izquierda que dejó la insurrección y eligió las elecciones.
Es lo que a muchos de los galeristas que se ocuparon con dificultad al principio y éxito luego (pienso en Isabel Aninat o Tomas Andreu), les costó siempre explicar a los coleccionistas chilenos. El que compra un Matta no compra un cuadro sino la idea de un cuadro por inventar, como quien compra el plano de una casa que el espectador tiene que aprender a ver. O aprender el verbo ver, diría Matta. Matta en eso siempre es arquitecto, padre de proyectos por completar.
Matta pensaba con las manos, con trazos, con manchas. Su comunismo no era ortodoxo, pero sí esencial: un internacionalismo de partículas, un gesto fraterno que atravesaba galaxias pero que se encarnaba en un esencial antiamericanismo que, para confusión de quienes compran sus grabados y cuadros, se expresa en forma de “comics” precolombinos en defensa abierta de Cuba o en una adhesión a Salvador Allende, que en su extraña alquimia verbal es “allende”, es decir, más allá. Pinturas manifiesto que no esconden lo que defienden, que se ven raras en casas de quienes defienden muchas de las ideas contrarias a las que sus paredes afirman. Parientes de Matta que se reconocen poco en ese “padre prodigio” que no se parece a ningún pariente más.
En Matta, el pensamiento no se formula, se pinta. Una especulación intelectual que comienza ya en el título de sus obras (Le Vertige de Eros, Centre Noeuds Suite, La Terres Est un Homme, Redness Of Blue, The Eld Of The World). Títulos donde juega con el francés, el español, el italiano y el inglés: las lenguas de
su exilio, de su vida errante. Su vida fue la del desheredado, del que nació dentro de una clase, una patria y una profesión, pero no aceptó ninguna de ellas. Desde joven, sintió un rechazo visceral hacia las certezas de clase. Lo crió una mujer vasca llamada Mercedes, a quien siempre prefirió sobre su madre biológica.
Su padre, un empresario de éxito discreto, le resultó totalmente ajeno. Un señor del Club de la Unión del que no recuerda ninguna frase. Niño bueno, se rebeló con los chicos de su universidad contra el general Ibáñez, pero no demostró ninguna simpatía con los anarquistas y socialistas que eran parte de esa misma rebelión. La primera fisura ideológica vino con una huelga obrera en la fábrica de muebles que tenía con su hermano Mario (que diseñó el famoso sillón Matta que toda familia que se respeta debe tener). La militancia tardó, pero llegó dos décadas después: un trostkismo vago primero, el eurocomunismo italiano, siempre vividos con libertad radical.
Para no ser Matta, para no ser Roberto Sebastián Matta Echaurren, tomó un barco en 1935. No le dijo a nadie que no volvería. Trabajó como arquitecto con Le Corbusier. Tuvo la extraña suerte de que éste no le pagara y le impidiera perseverar en la arquitectura “internacional”, de la que vio luego las limitaciones existenciales. Terminó alojado en casa de un pariente: el diplomático Carlos Morla Lynch, quien le presentó a un poeta andaluz llamado Federico García Lorca. Éste, a su vez, le mandó un libro dedicado a Salvador Dalí, pintor catalán residente en París. Matta hizo de correo aunque, antes de llevar al libro a su destino, los franquistas fusilaron a García Lorca llevando a Matta a una fiebre de dibujos en que intentó plasmar el desconcierto con que vivió la noticia.
Matta contaba su vida como una sucesión de accidentes. Dalí que le presenta a Breton, Breton que le presenta a Marcel Duchamp. Él era, decía, un Buster Keaton existencial, capaz de preguntarle a André Breton qué era eso del “surrealismo”. Pregunta que Breton tomó no como una muestra de ignorancia
sino una especie de audacia que, en vez de disgustarle, lo atrajo. Matta no ilustraba solo el surrealismo, sino que empezó a encarnarlo. Se convirtió tanto para Breton como para Duchamp en la gran esperanza blanca del movimiento.
Matta cumplió la promesa inicial y se instaló luego en Nueva York, huyendo de una guerra que no le tocaba (era chileno después de todo) y se volvió maestro incómodo de Pollock, Gorky y Motherwell. Chile era entonces un eco lejano. Un país donde sus hermanos aún eran reyes de Zapallar pero que le interesaba mucho menos que México, donde tuvo la trascendental experiencia de ver nacer de la nada un volcán.
Regresó a Santiago en 1948 tras un segundo divorcio, el suicidio de Gorky y el repudio de surrealistas y expresionistas por igual. Se instaló en Lo Matta y pasó todas las semanas que pudo en Zapallar. Dio algunas entrevistas y expuso sus últimos cuadros. No cultivó amistades entre los artistas locales, salvo con Nemesio Antúnez y, a cierta distancia, Pablo Neruda (luego se hará amigo y cómplice del poeta Gonzalo Rojas). Pintó, expuso y volvió a partir. En 1961 realizó el mural Vivir frente a las flechas (1961) para la Universidad Técnica del Estado. En 1967 intentó influir en la reanudación de relaciones con Cuba y le re-
cordó a Eduardo Frei Montalva que ambos eran Caballeros de Colón, título honorífico otorgado personalmente por Carlos Casanueva, rector de la Universidad Católica a sus alumnos favoritos. Ironía de la historia: dos ex niños buenos distinguidos por su catolicismo, discutiendo la revolución cubana.
Con la Unidad Popular sus visitas se hicieron más frecuentes. Inauguró la Sala Matta en el Bellas Artes, pintó el mural El primer gol del pueblo chileno (1971) con las Brigadas Ramona Parra y participó en el programa A esta hora se improvisa, donde nadie entendió lo que dijo: hablaba en surrealista. Lo mismo le ocurrió con mi abuelo Rafael Agustín Gumucio, compañero suyo en los padres franceses, a quien Matta intentó entrevistar para un documental sobre la Unidad Popular a la que los dos adherían. Estaban profundamente de acuerdo en todo y no lograban entenderse en nada porque mi abuelo hablaba en “realista” y Matta hablaba en “surrealista”.
Ese malentendido marcó la relación entera de Matta con Chile. Se fue para no ser “un caballero chileno” y mantuvo hasta el final el vocabulario y los modismos de su infancia en la quinta de Lo Matta, en el extremo oriente de lo que es ahora Vitacura. Los dichos de Pedro Urdemales y las adivinanzas de huasos estaban, al mismo tiempo que sus conocimientos de física cuántica y mitos griegos o mayas, en el centro de su pensamiento.
Pintó en uno de sus viajes a Chile una obra titulada La Ajenidad (1961), que resume esa sensación constante de extrañamiento. Un ‘no ser lo que se es’ en que encontraba la obligación de preguntarse a sí mismo ¿Quién era? Algo que se parece a la desconfianza profunda que Nicanor Parra sintió siempre por el lenguaje, que se convertía en Matta en entusiasmo inextinguible. Figuras complementarias y contrarias las de Parra y Matta. Los dos originarios de clases sociales contrarias, uno huyendo siempre de Chile y el otro quedándose contra viento y marea, pero las dos mentes al mismo tiempo conectadas con lo arcaico y lo aún inédito, siempre de la vereda contraria a donde caminan los demás.
La ajenidad. Los visitantes chilenos encontraban a Matta siempre generoso con los compatriotas, entusiasta, pero a veces ausente.

Invitaba a amigos a Tarquinia y luego decidía que mejor se alojaran en un hotel cercano. Pagaba todos los gastos. Estaba y no estaba. Amaba, pero a distancia. Como quien lanza una constelación para que otro la habite. Vivía volcado al hallazgo, viniera de donde viniera, en eso no hacía diferencia con hijos, hermanos, obreros, colegas o simples viajeros. Su entusiasmo perpetuo no se alargaba más allá de ese entusiasmo. No quería pertenecer a nadie, a nada, ni a sí mismo.
Perfectamente en la otra vereda del gusto chileno y su pasión por los bodegones, las escenas campestres, y la figuración decorativa, Matta es sin embargo profundamente chileno. Lo es justamente por esa ajenidad, en su forma de estar sin estar, de hablar en idiomas cruzados, de pintar como si pensar fuera
un temblor. Así el Matta que cuelga en tantos muros chilenos, a menudo sin que su dueño entienda bien por qué, es una mezcla de medalla y de vergüenza por eso mismo, porque el hijo prodigio no para justamente en el fulgor contradictorio de volver.
Un hijo prodigio que es un padre prodigio sin hijos: porque es difícil encontrar entre los pintores o artistas visuales (o como se llame eso ahora) un heredero de Matta. Admiradores quizás, pero hay pocos que puedan acercarse a su libertad y a su prestigio (el único que podría arrojarse el título es su hijo Gordon Matta Clark, chileno de refilón). El Matta en la pared es un recordatorio incómodo del país
que no fuimos y de la obra que no sabemos leer. Matta, que se reivindicó siempre como latinoamericano, que expresó un respeto sincero por la herencia indígena y una desconfianza visceral por las élites, fue al mismo tiempo perfectamente europeo y convulsivamente neoyorquino. En esa contradicción irresuelta, en ese cruce de orillas y de tiempos, representa mejor que nadie nuestras cruces y nuestras resurrecciones. Matta no pintó al alma chilena. Pero pintó su extravío. Con eso basta y sobra.