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La cara oscura de la cultura digital

La marginalidad y la provocación en las redes sociales están transformando las juventudes, creando nuevas formas de resistencia, identidad y riesgos. Este fenómeno revela cómo la cultura digital redefine los valores, poniendo en tensión la visión tradicional.

Las dinámicas sociales trascienden clases y economías. La cultura de la marginalidad, que algunos asocian con pobreza, es en realidad un fenómeno ligado a valores, percepciones y prácticas en respuesta a un contexto social cambiante. En nuestro presente digital, estas expresiones emergen como reflejo de vulnerabilidad pero también de resistencia o nuevas formas de vida en comunidades urbanas. La cultura de la marginalidad abarca música, vestimenta, comportamientos y valores, influyendo en identidad y estilos de vida, y no solo como una condición económica.

Estas expresiones culturales son respuestas a convivir en una sociedad que a menudo falla en ofrecer vías de desarrollo equitativas. No son solo una victimización, sino formas activas de resignificación del entorno, con lógicas internas que desafían los valores tradicionales. La marginalidad, en este sentido, es un proceso cultural construido día a día, que da lugar a códigos y símbolos propios, en algunos casos, de poder interno, aunque socialmente rechazados.

Una de las explicaciones que podría tener este fenómeno, es la crisis de los sistemas educativos y de la transmisión de valores cívicos y éticos. Los avances en tecnología y en redes sociales han llevado a cambios generacionales que han dejado obsoleta las formación de valores. Más del 60% de los jóvenes en América Latina, según informa la UNESCO, consideran que el contenido de su experiencia educativa no es relevante en sus vidas cotidianas.

Realidad casi ficción

En algunos casos, la exposición en plataformas digitales refuerza comportamientos peligrosos y poco éticos. Un ejemplo es Agostina Soria (La Coqueta), influencer argentina con más de un millón de seguidores en plataformas como TikTok, X o con una comunidad en Instagram que supera los 500 mil. En sus publicaciones, combina contenidos explícitos, prácticas estéticas arriesgadas y un estilo orientado a captar atención a toda costa.

La influencer comentó haber ganado más de 10 mil dólares en un solo mes vendiendo contenido para adultos, además de promover procedimientos estéticos sin control profesional, compartiendo historias que viralizan riesgos para la salud física y mental. Evidencia de cómo las redes fomentan una cultura superficial donde la responsabilidad y la ética se sacrifican en pos del reconocimiento inmediato.

Estas prácticas modelan las juventudes, en las que el éxito y reconocimiento parecen alcanzarse solo a través de la exposición, el riesgo y la transgresión. La viralización de historias como las de La Coqueta transmite que la fama en la cultura digital se obtiene con dudosos valores de responsabilidad. Esto genera un peligro, pues muchos jóvenes podrían imitar comportamientos sin entender sus consecuencias, normalizando conductas que pueden ser irreversibles para su salud y autoestima. Recientemente, ha expresado en TikTok su deseo de alejarse de estas temáticas. Esta evolución en su contenido, desde la marginalidad, muestra una búsqueda de nuevas oportunidades e intentos de cerrar una etapa de vida, reflejando desafíos y sueños cumplidos.

Desde la comunidad y la cultura popular, La Coqueta representa una tendencia donde el discurso mediático magnifica figuras que reflejan la recreación cultural de la marginalidad. Ella misma ha contado que empezó en las redes en busca de atención, aprovechando un contexto donde los valores tradicionales están debilitados, y donde el consumo de contenidos centrados en la apariencia y exposición contribuyen a que la línea entre lo social y lo marginal se borre.

En Chile, figuras como Naya Fácil representan tendencias similares: personajes provocadores que ganan notoriedad por promover conductas riesgosas o polémicas, en un entorno donde la superficialidad, la exposición y la transgresión valen más que los valores. Ambos ejemplos muestran cómo la cultura digital prioriza la provocación y el impacto mediático sobre la ética y la responsabilidad, afectando especialmente a jóvenes y adolescentes quienes, mediante la imitación, pueden adoptar prácticas peligrosas sin un entendimiento pleno de las consecuencias.

En plataformas digitales, como TikTok, la marginalidad como cultura se ve reflejada en contenidos provenientes de cárceles, que ganan popularidad y viralidad. Estos videos, muchas veces grabados con teléfonos obtenidos clandestinamente, muestran desde comportamientos peligrosos, como amenazas, violencia o autolesiones, hasta expresiones de resistencia y reafirmación identitaria en un contexto de exclusión social. La difusión de estos contenidos no solo revela las condiciones y dinámicas internas de los penales, sino que también perpetúa una visión estigmatizada y sensacionalista, que normaliza prácticas riesgosas.

Este efecto produce una doble lectura, por un lado, muestra realidades que con frecuencia son invisibilizadas, mientras que, por otro lado, se convierten en un catálogo de hábitos y comportamientos para jóvenes y adolescentes, reforzando una cultura de marginalización, construyendo una narrativa que normaliza las ideas de violencia, ilegalidad y rebelión como correctas o, peor aún, heroicas. La exposición constante a tales contenidos termina fortaleciendo aún más esta distancia de los valores convencionales y la intensificación de los gestos antisociales en un proceso que requiere intervención educativa y social para promover una mirada más crítica y responsable hacia estas expresiones.

Este impacto también afecta a jóvenes de sectores acomodados, reforzando la cultura superficial, siguiendo prácticas y tendencias en la música, la moda, comportamientos y lenguaje. Estas tendencias plantean un debate acerca de la influencia de las redes sociales en la normalización de conductas peligrosas y la regulación de contenidos que, muchas veces, promueven el “todo vale”.

Frente a este problema, es urgente que las instituciones, las plataformas digitales y la sociedad en general colaboremos para establecer regulaciones que eviten la difusión de material dañino y desarrollen campañas para la educación en salud mental, educación cívica y responsabilidad digital.

En definitiva, la rápida expansión de “la cultura de la marginalidad” en el contexto digital evidencia la vulnerabilidad de valores ante los cambios sociales, educativos y tecnológicos. La presencia de figuras que ejemplifican esta tendencia alerta sobre la necesidad de redefinir las formas en que los jóvenes construyen sus identidades, valores y referentes. La incorporación de principios como el esfuerzo, la responsabilidad y el cuidado personal en los contenidos mediáticos, junto con una educación en valores, son pasos fundamentales para construir una sociedad más justa y ética.

El desafío, desde la comunicación, la educación y las políticas públicas, es promover un entorno digital que funcione como espacio de inclusión, formación y protección. Solo mediante la colaboración de todos los actores sociales será posible transformar la cultura de la marginalidad en una cultura de responsabilidad, valores y oportunidades, que favorezca el desarrollo integral de las nuevas generaciones y contribuya a un nuestro futuro.

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